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Esta comuna refugia uno de los más hermosos paisajes y fauna que alberga nuestro país. Cualquiera que la visite sin duda regresa.

La comuna Loma Alta, ubicada a 20 kilómetros del cantón Santa Elena, fue el escenario perfecto para un reencuentro con la naturaleza y aquellas simples cosas que la vida nos ofrece. 

Todo empezó un sábado a las tres de la madrugada, cuando el sonido de la alarma del celular me despertó anunciándome que había llegado el día. Lo que podría ser un deber más de la materia Fotoperiodismo para un proyecto de vinculación, para mí -aventurera por naturaleza- se convertiría en una gran travesía, de seguro inolvidable.

El punto de encuentro fue City Mall, a las cuatro de la madrugada. ¿A quién se le ocurre pararse a esperar fuera de City Mall, un sábado, a las cuatro de la madrugada? Sí, a nosotros. En el lugar no había un alma, solo farreros muertos del hambre, buscando desesperadamente qué comer como vampiros, antes que amanezca. Yo, por suerte, bien desayunada y a régimen de dieta, no iba a caer en la tentación de papas fritas con hamburguesas y menos a esas horas.

En minutos -que fueron eternos- la furgoneta blanca llegó. La Miss Evelyn, que imparte Ecología, nos recibió con su mejor sonrisa, pero no venía sola, la furgo estaba llena de chicos con sendas maletas para acampar, no había espacio ni para un alfiler. Así que nos apretamos, porque donde caben dos, caben cinco; y arrancamos hacia la playa.

Se tatuaron en mi mente uno de los paisajes más bellos que tiene nuestra costa.

 El día aún no nacía; pero, en el camino vimos salir el sol, majestuoso e imponente, como para encandilar a cualquiera. Antes de las ocho de la mañana llegamos a Loma Alta, un pueblo pequeño, de calles sin pavimentar y sin señal de celular. Sus habitantes, poco menos de 600, se dedican a la agricultura y albañilería. La primera parada obligada fue el restaurante de “El gringo”, llamado así en honor a un extranjero que se enamoró de una navita del lugar y su amor por ella resultó más grande que al de su país natal. No tenía cinco estrellas; pero, sí el bolón de verde y el seco de pollo más rico que había probado, mucho menos como desayuno. Adiós dieta.

Ya con barriga llena y equipada para capturar las mejores fotos, caminamos cerca de tres horas sobre el barro amelcochado y el paisaje desértico se fue tiñendo de color, de naturaleza, de vida. La Miss Evelyn daba las respectivas indicaciones, si debíamos estar atentos al momento en que los colibríes se acercaban a las flores moradas; pero, sus palabras pasaban a segundo plano ante la sinfonía de colores que retumbaba a nuestros sentidos.  

cerro alto flora santa elena

Después de esperar durante horas la llegada de los colibríes, al fin sucedió. Los ambientalistas se emocionaron hasta las lágrimas y el obturador de mi cámara, le propinó ráfagas de disparos al ágil y minúsculo pajarito. Capturé buenas fotos, terminamos la labor del día; pero, todo el equipo se quedaba a acampar. Asustada por perder el bus que me traería de regreso a Guayaquil la única forma de llegar a tiempo a la comuna era en taxi. Yo esperaba uno de los amarillos; pero no, era una motocicleta. Muerta, no sé si de risa o de miedo, me monté en una de las motos, me agarré del conductor como quien se aferra a la vida y nos fuimos, deslizándonos entre la arcilla a toda velocidad.

El viaje de regreso duró a penas quince minutos. Fueron los más largos de mi vida; pero, minutos que jamás olvidaré, pues en su transcurso se tatuaron en mi mente uno de los paisajes más bellos que tiene nuestra costa; que muchos se pierden por desconocimiento o por no aventurarse. Aquí cerquita, en Santa Elena.

Como dice Chavela Vargas, parafraseando a Mercedes Sosa en una de sus más hermosas melodías: “Uno vuelve siempre/ a los viejos sitios/ donde amó la vida/ entonces comprende/por qué están ausentes/ las cosas queridas”.  Y yo a Loma Alta, de seguro, volveré.

 

Por Isabella Nuques
Estudiante de Comunicación UEES

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