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Es un círculo vicioso.

Cuanto menos se ora, hay menos ganas de orar.  Cuanto menos ganas de orar, menos se ora.  Cuanto menos se ora, Dios comienza a alejarse.  No es que Dios se aleje, pero la sensación perceptiva que uno tiene es que Dios es “menos” Dios en mí, como que se ha tornado en alguien distante, casi inexistente.

En la medida en que esto sucede, hay menos ganas de estar con Él.  Cuanto menos estamos con Dios, El mismo es menos presencia en mí.

Y aquí y ahora hace su aparición el siguiente fenómeno: en la media en que Dios es “menos” Dios, yo soy más “yo” en mí, para mí, aumentando el amor propio: es decir, se hacen cada vez más fuertemente presentes en mí los aspectos negativos del “hombre viejo”, los mil hijos del “yo”: vanidad, búsqueda de sí, resentimientos, vacíos afectivos, rivalidades, tristezas, manías de grandeza, necesidad de autocompasión, mendigar consolación…

Con otras palabras: el vacío que Dios va dejando en mí, instintivamente trato de reemplazarlo, por vía de compensación, con las satisfacciones del “yo”.  Como consecuencia aparecen en mi relación con los demás, zancadillas, discordias, envidias, suspicacias, enemistades… que también son hijas del “yo”

En la medida en que esto sucede, naturalmente no hay ganas de estar cerca de Dios; la oración ya no tiene sentido porque uno tiene la impresión de estar soltando palabras en el vacío, de no tener interlocutor; en suma: no se sabe qué hacer con Dios.

Para este momento, todo va decantándose: muerto el sentido de Dios, muere la alegría de vivir hasta que se llega a perder el encanto de la vida.  Estamos en el fondo del barranco…

Por P. Ignacio Larrañaga

Talleres Oración y Vida

 

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