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Víctima de abusos sexuales en el seno de su familia, Rebeca encontró el amor de Dios cuando más lo necesitaba.

Crecí en una familia disfuncional: mi papá era alcohólico y violento. Recuerdo mi infancia llena de temor, soledad e inseguridad. Las peleas en casa eran un infierno, se vivía con la incertidumbre de que en cualquier momento explotaría la ira. Esto hizo que en mi familia cada uno creciera por su lado, sin conectarse emocionalmente entre sí. Luchaba pataleando sin saber qué rumbo tomar, era un sobrevivir diario.

Desde niña fui víctima de abuso sexual por varios familiares. No sabía qué estaba pasando y cuando tomé conciencia de lo que esto significada no sabía cómo acabar con esos abusos.  Sentía que estaba en deuda con mis agresores, que tenía que hacer lo que ellos querían, cuando ellos querían. Fueron años de abuso que sentía interminables. Mi interior se llenaba de culpa, suciedad y vergüenza. Estos acontecimientos detonaron en mí las ganas de autodestruirme. Decidí vivir para lo que yo creía desde niña: “Solo sirves para el sexo, para dar placer a los demás…”

Promiscuidad y pornografía

Comenzaron mis primeros encuentros sexuales, fuera de los abusos, y descubrí que el patrón se repetía, pues por esos minutos de dar placer era “valorada” y “querida” por aquellos “favores” que les hacía a los demás.

Empecé en la escuela, no tenía problemas con hacerlo en una esquina del colegio, en ir a casa de los niños, fiestas, carros, cine, a mitad de la calle. No me importaba el lugar que fuere para devolver placer a cambio de minutos de atención. La fama de chica fácil corrió como polvorín, las solicitudes comenzaron a expandirse.

A los 13 años tuve mi primer encuentro con la pornografía. Se abrió un mundo infinito y descubrí la masturbación. Al principio era algo casual, pero de a poco fue un espiral que cada vez me atrapaba más y más. A diario necesitaba “tocarme”. La adicción se volvió cada vez más fuerte y a veces mis encuentros solitarios ocurrían cerca de 8 veces al día. Pasaba noches enteras en un círculo vicioso entre la pornografía y la masturbación.

Cuando la pornografía dejó de satisfacerme, tenía que buscar algo más fuerte y distorsionado. Comenzaron las aberraciones en mi mente y en mis actos. Me compraba instrumentos para intensificar el placer, todo lo que entraba a mi mente era referente al sexo. Veía a las personas como objetos, estudiaba el lenguaje corporal, para seducir a mi próxima “presa”, no descansaba hasta no tener lo que quería. De víctima, pasé a ser victimaria.

Mi vida era el sexo: sola, con objetos, con hombres, con mujeres. Cada salida nocturna a bares, discotecas y fiestas tenía como finalidad estar con nuevas parejas. 

Me daba asco a mí misma

Los años pasaban y seguía embotada de lujuria. Me odiaba, me daba asco. El vacío, la soledad y la tristeza me comían el alma; empecé a querer salir de eso, pero llevaba el peso de mis heridas y mis pecados. Sabía maquillar muy bien ante mi familia esa imagen de niña buena.

Mis actos comenzaron a pasarme factura. Empezaron las enfermedades venéreas y la fama de “puta” se comenzó esparcir más fuerte en la sociedad. Ya el rechazo lo sentía entre mi círculo y comenzaron a alejarse de mí.

Todo esto me movió a buscar ayuda psicológica. Empezó un desfile de psicólogos, pero ninguno lograba “sacarme” de mi estado de frenesí, ni hablar de mi infancia quebrantada. Los tiempos libres los pasaba dormida, porque era cuando mi corazón descansaba sin sentir ni vivir la realidad. Intenté acabar con mi vida varias veces.

Tenía asuntos por resolver y por el temor a desgarrarme de dolor enfrentando mi pasado guardé silencio, puse llave a mi corazón y eso detonó una depresión severa y ataques de ansiedad por dos años. Estuve en manos de cuatro psiquiatras que ya no sabían qué mix de pastillas darme para sacarme de la depresión y ansiedad. Tomaba 16 pastillas diarias y no había un cambio en mí.

Me internaron en una clínica de rehabilitación, y nada funcionaba… me preguntaba: “¿para qué existo?”, “¿para qué vivo?”, “¿para qué toda esta porquería?”. Estaba muy cansada de sobrevivir y no veía salida. Me volví a refugiar en el alcohol, me autolesionaba… en fin, ya no sabía cómo acabar con este torbellino.

Una nueva oportunidad

Por azares de la vida, terminé yendo a un retiro espiritual, en el que Dios tocó muy fuerte mi vida y ahí empezó una lucha por vivir en Dios. Sin embargo, mi pasado me seguía llamando y a pesar de ese primer encuentro con el Señor, mi corazón seguía triste, aún estaba herido, tenía asuntos por resolver y temía desgarrarme de dolor ante mi pasado. Volví a callar.

El Señor, en su infinito amor, puso en mi camino un alma generosa, que conocí en una reunión de oración en casa de unos amigos. Me acerqué y le di un resumen de lo que había pasado y estaba pasando en mi vida. Ella, con la ternura de una madre, decidió ayudarme.

Con ella seguí un proceso de liberación y sanación. Esto fue un volver a la vida… y respirar. Empecé con una confesión general, renuncié a mi vida de pecado, empecé una vida sacramental, intimidad con Jesús frente al Santísimo, rosario y mucha oración. Las cosas comenzaron a tomar color.  El primer milagro que el Señor me regaló fue que la depresión e insomnio se me quitaron por completo; a la semana de la oración dejé las pastillas. Los doctores no se explican mi cambio de ánimo y el que no me haya dado ningún efecto secundario por el síndrome de abstinencia. Me preguntaban qué había hecho, les respondí que fue Jesús el que hizo todo y les decía: “Voy a mi terapia diaria con Él”.

El Señor estaba tomando cada una de mis heridas y sanándolas. Al final entendí la importancia de hablar sobre tu pasado para poder sanar. Era muy renuente a hablar de lo que me dolía, pues no quería enfrentarlo…. y a raíz de esto, la lujuria abrumadora que tenía se aniquiló, y mi corazón quedó libre: de masturbación, de pornografía, de sexo, de alcohol, del vacío, del dolor, de la soledad…empecé a vivir sin ataduras.

Aprendí que no soy una basura, que nací por el amor y para el amor. Aprendí que Dios no es ajeno a mi dolor y que le importa cada una de las circunstancias de mi vida. Entendí que no te juzga y que siempre está con los brazos abiertos para llenarte de besos y abrazarte, comprendí que Dios no se cansa de ti, que la vida tiene un sentido y que vale la pena vivirla; entendí que Dios quiere sanar las heridas y llenar ese vacío de amor.

El Señor permitió todo esto por algo, todo el dolor no fue en vano. Sigo viviendo un día a la vez, luchando por hacer Su Voluntad en mi vida, estoy consciente de que no es fácil, pero vale la pena mi lucha diaria porque hay muchos como yo, esperando una palabra de aliento.

Estoy agarrada de su mano y Él sigue moldeando mi corazón.  Descubrí que el amor hace milagros. 

Por Rebeca (seudónimo) 

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