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Si asumimos este reto haremos de nuestros hijos personas comprometidas con la sociedad.

En estos tiempos, nos encontramos ante el gran reto de enseñarles a nuestros hijos a saber amar, a no quedarse ensimismados y a que salgan al encuentro del otro; dándose generosamente, sabiendo y experimentando en vida propia que este es el verdadero camino de la felicidad.

Y me refiero a que es un gran reto porque el mundo actual es hedonista y consumista. Confundiendo y engañando inclusive a nosotros, los adultos y padres que, en un afán sobreprotector empezamos a llenarlos de cosas materiales, que muchas veces son innecesarias. De esta manera, les generamos una búsqueda de la felicidad por las sendas equivocadas del egoísmo, causando siempre una sensación de insatisfacción y fracaso.

Ofrezcamos a nuestros hijos la oportunidad de servir para que no sean indiferentes a los demás.

Recordemos que una de las manifestaciones del haber sido creados a imagen y semejanza de Dios es la capacidad inagotable de amar que tenemos. No podríamos decir “ya no tengo más amor para dar a este nuevo hijo que nacerá”, o “en mi corazón ya no hay cabida para ningún amigo más”, mágicamente el amor fluye desde nuestro ser de una manera desbordante. Pero tenemos que encauzar todo este amor hacia el bien, a través de nuestras obras.

Quien no ama, no educa. O dicho positivamente, quien más ama, mejor educa. Y es que para enseñar a amar hay que saber amar. No hay mejor manera de hacerlo sino es con el ejemplo que debe empezar por la manifestación de un amor conyugal que busca su perfeccionamiento en el perdón mutuo, en la aceptación y entrega incondicional, sabiendo llevar cada uno la carga del otro.

Ofrezcamos a nuestros hijos la oportunidad de servir, la oportunidad de dar, de darse y que no sean indiferentes ante las necesidades de los demás. El ámbito familiar es el mejor escenario para ejercitarlo, porque es ahí donde la persona aprende a querer como consecuencia de sentirse querido sin condiciones.

Que las responsabilidades de nuestros hijos no se limiten a solo estudiar, sino que además, sean de ayuda familiar a través de encargos de servicio: cuando el hermano mayor explica matemáticas a su hermanita, cuando los hijos ayudan a sus padres a lavar el carro, en la preparación del almuerzo, poner la mesa, lavar los platos, arreglar la bici, entre otros.

Esta capacidad de renuncia por el otro hará de ellos personas comprometidas con la sociedad e involucradas en actividades de ayuda social. Pero lo más importante es que cuando les toque formar una familia van a poder trasmitirlo a sus hijos, generándose así una hermosa cadena de “escuela del amor”. Por eso, no olvidemos recordar a nuestros hijos que la mejor recompensa de amar es cada vez poder amar más y mejor.

 

 

Por: Nathalie Calero de Naranjo
Psicóloga Clínica
Master en Asesoramiento Educativo Familiar

 

 

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