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He leído sobre la humildad. He hablado innumerables veces sobre ella. Entiendo de qué se trata, pero a la hora de asumir una humillación, no me sale.

 

Juego tenis hace siete años. Aprender este juego ya de mayor no es fácil, sobre todo porque haber jugado otros juegos con raqueta o paleta te deja una serie de taras que es muy difícil desarraigar. Tal vez la más grave sea el golpe de revés. No me sale. Me lo explican, lo entiendo y ensayo. He tratado con dos manos, no me ha salido. Comprendo la teoría para hacerlo con una mano: es como sacar un sable del bolsillo, la raqueta debe mirar al piso y uno debe completar el golpe levantándola hacia arriba. Igual, no me sale. He roto raquetas por la impotencia. Es una estupidez porque las raquetas cuestan, así que ahora cuando me molesto mucho la tiro contra la net fijándome bien de que no se golpee con nada que la pueda romper. La avaricia vence a la ira. Ensayo ante un espejo pero, a la hora de jugar, mi cuerpo no se adhiere a la teoría.

“Así como la vanidad puede envenenar nuestras mejores obras, la humildad puede purificar nuestros peores venenos”.

Lo mismo, exactamente lo mismo, me pasa con la humildad. Pero no es el cuerpo sino el alma la que no me obedece. He leído sobre la humildad, he hablado innumerables veces sobre ella, entiendo de qué se trata pero, a la hora de asumir una humillación, no me sale. Mil y un corrientes subterráneas e inconscientes brotan de mí y se convierten en argumentos que aunque puedan contener algo de verdad se falsean por la intención turbia de pretender un trato especial, de querer ser reconocido.

Pierdo así la oportunidad de adherirme a la cruz de Cristo, pero paradójicamente, en el reconocimiento de ésta mi auténtica poquedad, encuentro una humillación más grande: la de haber hecho un papelón. Descubro entonces algo muy esperanzador: así como la vanidad puede envenenar nuestras mejores obras, la humildad puede purificar nuestros peores venenos. Digo entonces con el salmista:

Señor,
mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad;
sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre.

 

Menos mal que tengo amigos de verdad que, conociéndome como soy, me siguen queriendo. Eso es un honor. Por eso, se me ocurre que la humildad es el paciente proceso de ir haciéndose amigo de uno mismo, justamente porque uno ve en la compasiva mirada de los amigos lo mejor que tiene y eso solo puede venir de Dios que nos ama entrañablemente.

Por lo demás les pido perdón a todos si los ofendí o les di un mal ejemplo.

 

José Manuel Rodríguez

Por Mag. José Manuel Rodríguez Canales
Director Académico del Instituto para el Matrimonio y la Familia
http://roncuaz.blogspot.com/

 

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