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La importancia de descubrir el verdadero significado de la Navidad y de reconocer que los mejores regalos son los que no se pueden comprar.

Un simpático señor de panza abundante, vestido de rojo y blanco, está tratando de colarse por las ventanas de muchos apartamentos de la ciudad. Se barajan dos hipótesis: o viene a dejarles algunos paquetes a los ocupantes del piso, adelantándose a otros tres dadivosos visitantes que vendrán en enero desde una región del mundo mucho más conflictiva, o a recoger el calcetín que olvidó el año pasado y que los inquilinos le han dejado como “al descuido” para que, si quiere, también les deje algo en su interior.

Antes de ir por las casas, el gordito barbiblanco se ha paseado por las grandes tiendas y almacenes, y ha hecho colas donde se anunciaban rebajas. Tiene experiencia en esto de llenar la bolsa. En algún lugar incluso ha debido abrirse paso a codazo puro y duro, y ha caído al suelo mientras otros le han pasado por encima con el trofeo glorioso de una batidora “50% OFF!”. Cajas de zapatos, móviles, vestidos, juguetes y más juguetes, corbatas, pitos, flautas… De todo va acaparando y colocando en el trineo, ante el bufido cansado de los renos que no acaban de enterarse —pobres animales— de que es Navidad. Y Navidad sin regalos es… O sea, ¡no es, directamente!

Porque eso sí: todos esperan regalos —¡dos tandas de ellos, a ser posible!—, incluso los que convulsionan y echan espumarajos al escuchar la palabra “Navidad” y prefieren que les zumben un desabrido “felices fiestas”.

Pero la Navidad no es exactamente luces coloridas, ni anuncios publicitarios, ni el tour anual que cumple puntualmente Santa Claus. Muy lejos de los destellos de las megaciudades, hay poblados donde jamás se ha visto una bombilla, y donde un grifo puede ser confundido con un revólver. Existen sitios donde la nieve del arbolito no es de algodón, sino real, fría, y la sienten sobre sí los tiritantes refugiados de guerra, gente que debió correr para salvar del destrozo no sus móviles o sus tabletas, sino el bien más apreciado, el mayor de todos…

Allí, entre las tienPAPA-NOELdas, es Navidad, aunque el gordito del trineo y los renos no dé con el sitio en Google Maps. Porque el gozo no depende de sus paquetes, sino de un hecho: “Lo que ocurre en Navidad es que nace Dios. Fin”.

 

Justamente con esa verdad simple y llana, la campaña Conspiración de Adviento está tocando a la puerta de las conciencias. Que no es época de hacer regalos inútiles, ni de llenarse los ojos y el corazón de objetos que, más temprano que tarde, terminan estorbando.

Regalos que dar, no que recibir

Unos muebles nuevos, o un móvil de última generación, “alegran” la vida, en efecto, solo que es una “alegría” con fecha de caducidad. Ya se encargará alguna transnacional de la electrónica de enamorarnos con un nuevo artefacto “megatáctil- ultrapantallístico”, que nos hará considerar patéticamente inferior el último que nos puso en la vidriera, aunque esté como nuevo.

Definitivamente, habría presentes mejores, más en sintonía con la voluntad de Aquel cuyo nacimiento se celebra. Regalos que dar, no que recibir.

El regalo del tiempo, por ejemplo; de dedicar un rato del día a acompañar a las personas que viven solas, o a las que, más que el tintín de los cascabeles, escuchan constantemente el “bip-bip” de un aparato que les ayuda a agarrarse a la vida. O privarse de comprar un trasto más y destinar ese dinero, aunque sea poco, a apoyar a quienes necesitan tiendas de campaña, medicinas y ambulancias en algún remoto rincón del desierto iraquí, a quienes precisan agua potable y alimentos en Sudán del Sur, a los que les importa un pepino qué diferencia a un producto “de marca” de uno de “marca blanca”, porque el verbo comprar no tiene para ellos más importancia que la palabra esencial: vivir.

Sí, hace falta el regalo de la solidaridad. Si el gordito de la bolsa nos trajera un poco, su viaje habrá valido la pena.

Vía Aceprensa.com

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