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Una familia no solo se construye con el ADN, sino con el amor. Aquellos padres adoptivos lo saben muy bien, y en este artículo dos parejas nos comparten su historia. 

ESTHER Y LEONARDO ROSERO

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Leonardo y Esther junto a Belén en su primer viaje.

“Mijita, pero ya salga embarazada después sus hijos le van a decir abuelita”, fueron los comentarios que recibió Esther luego de su matrimonio en junio del 2004. Ella, junto a su esposo Leonardo, esperaron por varios años la llegada de algún síntoma que les advirtiera que pronto se convertirían en padres por primera vez. Pero esa noticia nunca llegó.

“Teníamos presión de la familia y amigos. Yo comencé a desesperarme porque seguía todo lo que me recomendaban, hasta que nos dimos cuenta de que ya no pasaría nada y decidimos dejarlo todo en manos de Dios”, recuerda Esther.

Luego de 4 años, en Navidad del 2008, ella recibió la noticia de que su hermana, que padecía de miocardiopatía hipertrófica, había sido desahuciada y quiso entregarles a ellos la custodia de su única hija de 12 años, Belén.

“Esa fue la respuesta que Dios tenía para nosotros después de tanto tiempo de espera: nosotros le pedimos un hijo y nos dio a Belén”, señala Leonardo. Y como todo cambio tiene un proceso, este no fue la excepción.

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Belén compartiendo con su familia.

Abrieron su corazón, entregaron todo su tiempo, buscaron formas para que ella se sienta cómoda en casa, pero Belén no encontraba su lugar en este hogar. “Yo recién había perdido a mi mamá, tenía la imagen de que esta casa era solo el lugar donde pasaba mis vacaciones y fue muy difícil acostumbrarme a sus principios de familia”, recuerda Belén.

Tuvieron la compañía de un psicólogo por dos años y un guía espiritual que fue el aliento de esta pareja en todo el proceso. Poco a poco empezó a nacer una conexión entre los tres y Belén fue abriendo un espacio para que Esther y Leonardo entren en su vida como papá y mamá.

“Empecé a darles más confianza, a conversarles sobre mí, porque aunque mi corazón sentía un vacío por mi mamá, vi que Dios estaba llenándolo con ellos”, nos cuenta Belén. Desde ese momento, la convivencia de este hogar cambió.

Para Esther, esta historia tuvo su inicio cuando Belén nació. “Ella me agarró el dedo bien fuerte y las enfermeras me dijeron: ‘Esa niña ya la cogió a usted para toda la vida’”. Y así fue.

Para esta familia, mirar hacia atrás y recordar esos momentos es una ocasión para reafirmar que cuando “uno entrega todo al Señor, Él sabe de qué forma hace las cosas”.

 

SARA Y RAFAEL QUINTERO

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Los chicos bautizaron a la familia como el “Club de los Búfalos Mojados”.

Aunque no comparten biológicamente a todos sus hijos, en sus palabras se percibe un cariño especial por cada uno de ellos. Para Sara y Rafael, su hogar es como un tesoro que les fue entregado hace mucho tiempo.

Con seis hijos, cuatro de Rafael y dos de ambos, esta pareja adoptó en su familia a dos sobrinos, luego de que ellos perdieran a sus padres. “Nunca imaginé que la familia crecería tan rápido al año de casarnos, de un momento a otro empezamos a ser 10 en la casa”, nos cuenta Sara.

Ernesto y Andrés Jurado, de 41 y 39 años respectivamente, se convirtieron en miembros de este hogar que, con alegría y entusiasmo, les abrió las puertas de su casa. “Llegaron en plena edad del burro, pero nunca tuvimos problemas, siempre fueron y siguen siendo chicos sanos”, asegura Rafael.

Tenían hijos de todas las edades en su casa, pero juntos como pareja lograron que la relación entre primos, hermanos y medios hermanos sea la mejor. Sara recuerda que en los quehaceres de la casa “todos ayudaban, especialmente Ernesto y Andrés cuando se trataba de atender a los menores, por eso los ocho son como un solo puño”.

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La familia celebrando los que serían los 100 años del suegro de Sara, Rafael Quintero Barberán, quien falleció hace 14 años.

Los viajes familiares, su pasión por el velerismo y su amor por la cocina son algunas cosas que estos esposos hoy comparten con sus hijos. “Siempre estamos pensando en hacer actividades con el resto de la familia, nos demoramos en organizar porque somos 30 en total, pero esos son los recuerdos que queremos dejar a nuestros hijos y nietos”.

Todos los años organizan un viaje familiar. Durante el verano se reúnen los miércoles por la noche, y si es época playera, Salinas es su mejor destino. Ernesto y Andrés los llaman tíos, porque sus papás están en el cielo, “pero sé que puedo recurrir a ellos como hijos, ¡ellos son mis hijos!”, destaca Sara. Ella confiesa que entregar un hogar a chicos que sean o no parte de la familia es una forma de agradecer a Dios por todo lo que han recibido en la suya. “Siempre hago una comparación con alguien que va caminando por la calle y ve que el carro de adelante se choca. Uno tiene dos opciones: parar para ver si puedes ayudar de alguna manera o seguir de largo. Eso nos pasó a nosotros. Rafael tiene más hermanas y él pudo haber dicho: ‘que las demás se encarguen’, pero hizo todo lo contrario. Esas son las decisiones que uno debe tomar cuando se presentan, no es que uno las busca”.

Hoy, que sus ocho hijos son adultos, independientes y tienen sus familias, Sara y Rafael consideran adoptar a un pequeño para entregarle la oportunidad de tener un hogar tal como lo tuvieron sus hijos. 

 

Por: María José Tinoco
Editora
mtinoco@revistavive.com

 

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