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No juzgar al prójimo se podría volver una tarea difícil de realizar cuando éste ha causado mucho daño. ¿Qué hacer en este caso?

Desde que se anunció la muerte del P. Jacques Hamel a manos de dos miembros del Estado Islámico (ISIS) y luego de que asumieran la responsabilidad por el ataque, esta es una pregunta que me da vueltas la cabeza; una y otra vez.

“¿Qué haría yo si los tuviera enfrente?”, me cuestiono. ¿Qué haría si tuviera en frente a los enemigos que Dios me pide que ame, a las personas que me han hecho daño, a las personas que me caen mal, a las que no les tengo paciencia? ¿Cuál sería mi reacción si en un estado de vulnerabilidad tuviera a una de estas personas al frente? Tal vez los insultaría o intentaría pelear con ellos. Probablemente les gritaría, pero es muy difícil saber exactamente cuál sería mi reacción. ¿Acaso sería lo suficientemente valiente y generosa como para mirarlos con la misericordia que Dios los mira?, ¿sería capaz de aceptar de buena voluntad el martirio?, ¿podría yo amarlos?

Una y otra vez me pregunto cómo esto sería posible si soy frágil, si me cuesta perdonar a las personas que me ofenden en el día a día, incluso cuando esa ofensa viene de alguien que amo profundamente. Cómo podría mirar a los yihadistas con amor y misericordia si muchas veces no puedo ni a mi misma verme así, si he sido también incapaz en ocasiones de ver de esa forma a los que amo. ¿Cómo sería posible hacerlo con aquellos que nos odian y nos persiguen?

Es difícil imaginarme dando la vida si no muero a las cosas cotidianas, a mi mujer vieja y a mi pecado, si en el día a día soy incapaz muchas veces de morir a mi querer para aceptar con amor la voluntad y el Plan de Dios. Al plantearme todo esto ante el Señor me di cuenta que no soy yo la que puede, nunca he sido yo sola, ha sido Él y su gracia, han sido sus fuerzas y su amor los que me ayudaban a perseverar aunque fuese difícil. Ha sido su misericordia la que ha tocado mi corazón y lo ha ido educando poco a poco para poder reconocerse no solamente como pecado y fragilidad sino también como gracia abundante que brota de Él. Ha sido el Señor quien me ha sostenido de la mano, quien ha calmado las tormentas, quien se ha mantenido siempre fiel, fidelidad que ha llegado hasta el extremo de dar su vida y de resucitar para que tenga vida en abundancia.

Ahora estoy mucho más convencida que la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos. No solo de aquellos que no conocían a Dios y que ahora lo conocen por aquellos testimonios, o de los que se habían alejado de Él y ahora quieren volver a su lado, sino también para el pueblo fiel que ha estado pero en muchas ocasiones ha dudado. Esa sangre es semilla para que seamos nuevos cristianos, muertos y que Dios nos ha devuelto la vida, para dar testimonio real de su amor y de su gracia que ha obrado en nuestros frágiles corazones.

¡Esa es mi esperanza! que esa huella de pertenencia al Señor Jesús que llevamos inscrita en nuestros corazones y que ha sido sellada con fuego y sangre por el Bautismo y su cruz, brille intensamente para dar aquello que hemos recibido de Él gratuitamente. Esa es nuestra mejor parte, la que no nos será quitada pues el Señor la cuida, la guarda, la sostiene y con su gracia la renueva y la forja para que cada día se conforme y se adhiera más a su corazón.

Y a ese martirio es al que estamos llamados la mayoría de nosotros, a morir en el día a día a las cosas que nos cuestan, a las que no nos gustan, a dejarnos transformar por Dios que, aunque a veces duela, es muy necesario. Ofrezcamos eso por nuestros hermanos perseguidos y asesinados, ¡es momento de dar la vida con ellos!

 

 Por: Liz Mero

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