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Su bandera es hacer lo que aman, la libertad, inclusión, pluralidad.  Es la generación del yo, llena de posibilidades, pero aburridos del sin sentido en que viven. 

Ya tengo más de treinta y todavía no dejo de sorprenderme por la rapidez con la que cambia el mundo. Creo que no me di cuenta en qué momento las cosas que antes parecían normales y estables hoy se han desdibujado casi por completo. Los jóvenes actuales son reflejo y consecuencia de este mundo que cambia y no nos avisa.

Hace un tiempo venimos escuchando el término millennials, estos jóvenes nacidos entre los años 80 y 2000, diferentes e innovadores, que han construido un nuevo modelo de “juventud”, absolutizando de alguna manera las características usuales de esta etapa de la vida, apoyados por el contexto de un mundo que cambia rápidamente, que tiene acceso a la tecnología, una sociedad abundante, abierta y “democrática”, llena de posibilidades y potencialidades para el futuro.

Dentro de esta nueva generación del yo o generación liquida, como otros la han llamado; términos como tecnología, redes sociales, relaciones informales, nuevos derechos, inclusión, pluralidad, hacer lo que amas y libertad, los definen.  Los asumen como banderas propias, ondeándolas con mucho orgullo. Quien los ve creería que son felices, pero no siempre es el caso.

Paradójicamente, muchos se han convertido en jóvenes teñidos de un fuerte malestar y aburrimiento carente de sentido. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿Por qué en un mundo donde todos pueden ser incluidos, son libres, pueden conectarse con quienes quieran para ser mirados y mostrados en la red, y así ser valorados haciendo lo que les gusta… sueles encontrar chicos tan desencantados? Me pregunto si, en estos tiempos fluidos, no se encuentran ya agotados sus frágiles paradigmas.

La era de la liquidez nos presenta jóvenes llenos de información y de conexiones, pero abandonados por los otros y padeciendo una firme tendencia a la inercia. Esta nueva permanencia en lo efímero, demostrada muy gráficamente en la necesidad que tienen de “perpetuar el momento” en el instagram o en el snapshot, ha dificultado la constitución de verdaderos vínculos,  alejándolos de una real cultura del encuentro y dejándolos en una situación de fragilidad, inseguridad e indeterminación.  Les quita la capacidad de creer en lo que dura realmente y la posibilidad de encontrar parámetros estables e ideales que logren orientarlos.

Por otro lado, hay algunas cosas positivas dentro de esta generación; la apertura, la mentalidad crítica, el deseo de emprender grandes cosas y de ser libres. Gracias a su relación con las nuevas tecnologías, los jóvenes han desarrollado capacidades como una mayor inteligencia visual, capacidad de solucionar problemas; pero la inmadurez, la carencia de un objetivo claro ligado a su identidad, hace de esta juventud una generación volátil, llena de posibilidades, pero sin la menor idea de cómo manejarse.

 

¿Y entonces, qué hacemos?

Si los valores se han licuado, desfondado; si hoy poco o nada da estabilidad a nuestros jóvenes y si las funciones paterna, materna, docente —entre otras— están debilitadas, tendremos que buscar incentivar en los jóvenes algo más sólido:  ser ellos mismos espacios de autonomía, que  puedan ir haciéndose poco a poco dueños y artífices de sus propias vidas desde una identidad más formada y dentro de marcos de referencia más estables: su identidad, la amistad verdadera, modelos de vida auténticos, encuentro con sus deseos y con su espíritu, entre otros.

Hacer de esta fluidez un mejor lugar es un reto. Varios psicólogos hablan del camino a través de la ponderación de la deseabilidad, enseñarles a los jóvenes, a darle una recta prioridad a sus deseos.

Benedicto XVI en una de sus catequesis nos ha hablado muy acertadamente de ello: “Sería de gran utilidad promover una especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de quien aún no cree, como para quien ya ha recibido el don de la fe. Una pedagogía que comprende al menos dos aspectos. En primer lugar aprender o re-aprender el gusto de las alegrías auténticas de la vida, educar desde la tierna edad a saborearlas en todos los ámbitos de la existencia —la familia, la amistad, la solidaridad con quien sufre, la renuncia al propio yo para servir al otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por las bellezas de la naturaleza— esto significa ejercitar el gusto interior y producir anticuerpos eficaces contra la banalización y el aplanamiento hoy difundidos… Entonces será más fácil soltar o rechazar cuanto, aun aparentemente atractivo, se revela en cambio insípido, fuente de acostumbramiento y no de libertad. Y ello dejará que surja ese deseo de Dios”.  

Muchos jóvenes tienen sus deseos verdaderos distraídos o teñidos de un fuerte malestar y aburrimiento.  El camino pasa por enseñarles a volver a creerse hábiles en la reflexión de su identidad y el contacto con su espíritu, especialmente a partir de su propia acción en favor de los demás.

Algo de esto leí hace poco de Clara Jasiner, una consultora Psico-educativa argentina. Ella ha dicho que: “… en lo atinente a nuestra juventud hay que planificar la esperanza. De allí la trascendencia de enfatizar que la familia, la escuela, las organizaciones intermedias, son los lugares donde tendremos que trabajar para derrotar a ese no-lugar donde rige un clima de anomia que impide todo ordenamiento”.

Planificar esa esperanza, significa ayudar a que el interior de los jóvenes sea lugar de verdadero encuentro.

 

Por: Luisa Restrepo
Laica consagrada y comunicadora

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