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Ser cristiano significa serlo en todos los aspectos de nuestra vida. Ciertamente no es fácil, especialmente en el mundo actual tan individualista, pero de todas formas debe ser nuestro natural objetivo y aspiración.

Lo anterior quiere decir que ideas o posiciones que pretendan dividir la vida del cristiano en partes, donde uno es cristiano en ciertos momentos, pero en otros no, son esencialmente incompatibles con la fe cristiana, ya que impiden alcanzar la coherencia necesaria para poder al menos aspirar a las instrucciones que nos dejó Cristo: “Sean perfectos, como su Padre que está en el cielo es perfecto” (Mt 5,48).

Esta incoherente división en la vida del cristiano la hemos sufrido, me atrevo a decir, todos. Momentos o circunstancias donde “nos olvidamos” de las virtudes y valores esenciales de nuestra fe, y actuamos en forma incompatible con nuestras propias convicciones e ideas cristianas. Tal vez en cierta medida debamos esperar esto, después de todo por el pecado nuestra naturaleza actual es imperfecta, dañada y débil. Pero lo que sí podemos evitar es convencernos por conveniencia de que una conducta está bien, es coherente con nuestra fe, o que no nos hace daño, cuando claramente no es así.

Un ejemplo muy común en el mundo moderno, tan obsesionado con lo material, es la dificultad en diferenciar entre el recomendable, y necesario, deseo de superación y la codicia.

 

¿Dónde termina la virtud y empieza el vicio?

Una buena forma de saberlo es identificar si al tomar una decisión respecto de nuestros bienes materiales pensamos exclusivamente en nuestros intereses, ignorando por completo al bien común o los intereses del prójimo. Cabe destacar que cuando hablamos de “prójimo” no debemos pensar únicamente en nuestros familiares o seres queridos, quienes por supuesto merecen nuestra atención y cuidado, sino también en el prójimo al que hace referencia Jesús en la parábola del judío y el buen samaritano. Es decir, para nosotros como cristianos el prójimo es también el ecuatoriano al que no conocemos, el que no forma parte de nuestro círculo cercano, el que es diferente a nosotros; tal como el judío lo era para el buen samaritano.  

Por ejemplo, ¿pienso en los intereses de mi prójimo cuando creo en mi país solo para obtener ganancias personales, pero dejo de creer en mi país al momento de invertir? ¿Pienso en los intereses de mi prójimo cuando oculto o “maquillo” las verdaderas ganancias de mi empresa para pagar menos utilidades a mis empleados? ¿Pienso en los intereses de mi prójimo cuando la mayoría de mi dinero producido en Ecuador lo envío al extranjero para no pagar o pagar menos impuestos en el país, impuestos que el Estado necesita para atender sus obligaciones sociales? ¿Pienso en los intereses de mi prójimo cuando promuevo ideologías que esencialmente se resumen en “que cada uno se las arregle como pueda”? ¿Pienso en los intereses de mi prójimo cuando me convenzo (pese a la obvia realidad) que mi dinero lo he “hecho solo” y puedo hacer con él “lo que me dé la gana”?

En todos estos ejemplos probablemente nos encontramos frente a actos de codicia, en lugar de actos que obedezcan a un natural y recomendable deseo de superación. Un natural, necesario y hasta recomendable deseo de superación no tiene por qué ser codicioso; al contrario, debe ser conducido y direccionado por nuestra inteligencia y humanidad, considerando también los intereses del prójimo en la toma de decisiones. Esto no es solo coherente con nuestra fe cristiana sino también conveniente para todos, ya que un país no puede prosperar civilizadamente si no velamos por el interés común.

Como cristianos no debemos olvidarnos del prójimo al tomar decisiones respecto de nuestros bienes materiales, los cuales no son solo producto de mi esfuerzo solitario sino de múltiples variables que no dependen únicamente de mi mérito. Hay más personas involucradas en esto: el trabajo de los demás, el apoyo de mis padres o familiares, las enseñanzas de nuestros profesores y mentores, mis circunstancias naturales, particulares y sociales, y la Voluntad de Dios, quien ha permitido que tengamos los bienes materiales que tenemos.

Es muy importante aclarar que cada caso es personal, diferente y complejo. La intención de este artículo no es juzgar a nadie, sino más bien motivarnos entre todos a reflexionar sobre nuestras responsabilidades con el prójimo, en el país donde Dios quiso que vivamos para producir nuestros bienes; especialmente considerando los preceptos esenciales de nuestra fe cristiana.

Ningún hombre es una isla, pero un cristiano, por definición, no puede serlo.  

 

Por: Abg. Flavio Arosemena Burbano, LL.M. 

 

 

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