Una madre experimentó un milagro de fe, a través de otras personas. La oración fue la cura.
Una tarde, cuando mi hijo Patrick tenía 3 años, se despertó de una siesta sin poder andar, con el lado derecho de su cuerpo paralizado. Quemé las ruedas del coche camino de emergencias.
Patrick fue ingresado en el hospital y los médicos realizaron todas las pruebas que puedas imaginar. Nos quedamos allí unos cuantos días y, antes de recibir el alta, una neuróloga nos explicó que Patrick había sufrido una convulsión.
Luego de eso nos fuimos a casa y así comenzamos un año intenso amenizado con visitas al hospital, análisis, medicamentos y muchas preguntas sin respuesta. Los episodios de Patrick y su estado general empeoraron.
Consultamos a neurólogos, oncólogos y otros especialistas para determinar el origen de sus trastornos neurológicos. Ninguno de ellos, a pesar de los sinceros esfuerzos, pudo decirnos cuál era el problema.
Pasados unos ocho meses de búsqueda de respuestas, Patrick fue sometido a una biopsia cerebral para descartar lo peor (un cáncer, tumores, etc.). Todos los análisis fueron no concluyentes, pero él seguía sufriendo ataques.
Empecé a desesperarme.
Había días en los que el peso de la enfermedad de Patrick me paralizaba y no podía rezar. Tenía miedo de pedir a Dios que sanara a Patrick porque… ¿y si Dios no lo curaba?
Si Dios permitía morir a mi hijo —después de que yo le pidiera lo contrario—, ¿cómo podría recuperarme de eso?
Me resultaba imposible pronunciar las palabras “Señor, por favor, cura a mi hijo”. Era bien consciente de que una curación milagrosa podría no ser parte del plan de Dios.
Cuando no podía rezar yo misma por la recuperación de Patrick, pedía a otros que rezaran en mi lugar.
Los guerreros de oración de Patrick sirvieron a mi familia de una forma que aún me sobrecoge. Hubo amigos que organizaron rosarios, donaron dinero para sus gastos médicos, ayunaron por su mejoría y cuidaron de mis otros hijos cuando tenía que ir a alguna cita médica.
Cuando sentía que me estaba ahogando, Dios inundó mi hogar con personas que hacían lo que yo no podía: cocinaban, hacían de canguro, iban a hacer la compra y mandaban dinero.
Patrick mejoró. De hecho, estoy convencida de que estas oraciones nos ayudaron a determinar finalmente que una dieta especial era la clave para eliminar las convulsiones de Patrick.
La enfermedad de Patrick me enseñó una importante lección de fe, que cuando nos enfrentamos a los momentos más oscuros de la vida, está bien que pidamos a otros que nos ayuden a soportar nuestro propio peso.
Via: Aleteia