Gastamos demasiada energía en lamentos, reproches y protestas porque nos parece que de esa forma quedamos justificados. Pero el derecho a la pataleta sirve, como mucho, para desahogarnos, aunque no consigue otra cosa que gastar energía en algo totalmente inútil.
La queja, esa que articulamos de manera automática porque hace calor o hace frío, porque brilla el sol o llueve, porque tenemos que ir o venir, porque el sistema va lento o se nos ha acabado la batería del celular. Porque es lunes o es martes, porque llega tarde el bus o alguien ha llegado demasiado pronto, etc. Esa queja, que se nos ha pegado como una muletilla, tiene todos los ingredientes para ponernos de mal humor, para agriar nuestro carácter y para hacernos desdichados.
¿Qué pasaría si no nos quejáramos tanto?
Probablemente no nos reconoceríamos a nosotros mismos. Sin darnos cuenta hemos hecho de la queja un hábito fuertemente arraigado que nos aporta algunos beneficios, como mantenernos en guardia ante las amenazas. Sin embargo, también nos puede pasar cuenta con un excesivo estrés.
El quejarse tiene un efecto semejante al de un cigarrillo para el fumador: parece que le tranquiliza porque parte de un estado de estrés generado por el mismo hecho de fumar o de quejarse.
¿Eres consciente de tus propias quejas?
Probemos un solo día sin quejarnos y nos daremos cuenta, en primer lugar, de lo difícil que es, y después de los beneficios que comporta. Quizá lo primero que notemos sea que no hay conversación que no se sostenga a base de quejas y más quejas, casi todas totalmente inocuas y estructurales, pero que contaminan el ambiente y que nos hacen ser quejicas pasivos.
Consejos para quejarnos menos
– Definir queja. No es una observación sobre la realidad (“hace frío”), sino un comentario que nos hace sentirnos superados por esa realidad que no podemos cambiar (“odio el frío, no se puede salir de casa”). Es bueno que enseñemos a nuestros hijos a hacer esta diferencia.
– Hacer un listado de las cosas de las que nos quejamos y la frecuencia con que lo hacemos. Así seremos conscientes de si somos unos quejicas o no. Si lo somos, no nos extrañe que nuestros hijos se quejen.
– Huir de los quejicas. La queja es un tóxico. Evitemos a las personas que están todo el día quejándose, de lo contrario acabaremos siendo, como mínimo, quejicas pasivos.
– Traduzcamos las quejas en soluciones. Si hace frío, abriguémonos más. Enseñemos a usar las quejas efectivas, es decir, que cada queja vaya acompañada de una solución.
– Usemos el “pero” positivo. Si no podemos evitar quejarnos, si se nos escapa una queja, añadamos enseguida un “pero” que neutralice lo negativo. “Odio la lentejas, pero tienen mucho hierro”.
– Cambiemos el “tengo que” por el “voy a”. En lugar de “tengo que sacar la basura”, “voy a sacar la basura”. En vez de “tengo que hacer los deberes”, “voy a hacer los deberes”. De ese modo, eliminamos una obligación y la transformamos en disposición para la acción.
Vía: SoloHijos.com