Al abrazar la cruz reconociendo a Jesucristo como nuestro salvador, podremos encontrar cinco valiosos tesoros. Conoce cuáles son.
«Abrazar la Cruz», lo he escuchado tantas veces, pero nunca experimentado. Lo cierto es que en algún momento de nuestras vidas, tropezamos con la Cruz. Ese momento en el que irrumpe en nuestras vidas, no es fácil. Tampoco es sencillo aceptarla. Y hablar de alegría, en medio de circunstancias dolorosas, suena a un chiste o a algo de locos.
Sin embargo, cuando descubrimos que estamos llamados a abrazarla y entendemos que podemos hacerlo, que no es algo que escapa a nuestras fuerzas, suceden cosas maravillosas. En primer lugar, nos damos cuenta de que abrazar la Cruz es abrazar al Crucificado, y experimentar cómo Él nos devuelve el abrazo.
En segundo lugar, no solo no escapa a nuestras fuerzas, porque el mismo Dios pone el hombro para que la tarea nos sea más llevadera, sino que nos hace más fuertes, porque Él nos comparte su fortaleza.
Y, en tercer lugar, hay algo escondido y hermoso en todo esto. Cargar la Cruz se convierte en un tesoro, de múltiples maneras. Cuando lo vemos, nos sorprende escuchar de nuestros labios un «¡gracias!» sincero. Un agradecimiento por lo que aparenta – o a veces, objetivamente, es – malo, pero que nos presenta nuevos dones.
Quiero hablarte de algunos de estos dones, que descubres que llegan a tu vida de la mano de la Cruz. De la mano del Crucificado.
La fe se encarna al abrazar la cruz
Ese Dios que profesamos, deja de ser una idea. Se hace carne en nuestra carne que decide crucificarse gustosamente con Él. Jesús ya no es un extraño hecho porcelana y alzado en un rincón de alguna iglesia: es verdadero Dios y verdadero Hombre.
Mientras sentimos dolor, lo único que queremos es que este se detenga. Quizás lo aceptemos con sentido sobrenatural, pero escogeríamos no tener que experimentarlo. Entonces, miramos a lo alto y preguntamos «¿por qué, Señor, decidiste voluntariamente sufrir?».
«¿Por qué, siendo Dios, quisiste abajarte y experimentar lo que yo intento esquivar?» Y la respuesta siempre es un acto de amor y libertad, que nos enseña que, lo que creemos, no es una profesión seca; no seguimos una ideología. Seguimos a una Persona, que nos ama, y nos ama tanto, que sufre junto a nosotros, con nosotros, por nosotros.
¿Cómo no creer en las promesas de alguien que está dispuesto a tanto? ¿Cómo no esperar en ellas? ¿Cómo no amarle?
La oración se hace más profunda
En Getsemaní, Jesús ora en silencio. Cuando lo prenden, calla («¿no respondes nada?» llegan a preguntarle). En la Cruz, se alza en soledad. Contemplando estas escenas, podemos insertarnos como un personaje más.
En Getsemaní, mientras otros duermen, puedes decirle «Hablemos. Yo te acompaño. Yo te quiero consolar. Yo te escucho». E inmediatamente escuchas el eco de estas palabras, de un Jesús que te dice: «Hablemos, Yo te acompaño. Yo te quiero consolar, Yo te escucho».
Y así como dos amigos que pasan por momentos difíciles y se comparten las intimidades escondidas en lo más hondo del corazón, el diálogo con Dios se hace cercano, delicado, real.
Cuando cuesta, en la subida al Calvario, cuando pensamos que nos ahoga la multitud y Jesús está lejano y no oye… nos encontramos con María. Le preguntamos cómo permanecer a lado de Su Hijo. O si puede llevar nuestras plegarias hasta Él. Y como buena Madre, Ella misma nos conduce y nos enseña a rezar, a amar, a esperar.
Los consuelos se hacen más espirituales y las alegrías se agradecen más
Las pequeñas gracias resultan más evidentes. Y las pequeñas alegrías se valoran más. Todo viene de Su mano, todo cae como una caricia del Cielo.
Quizás haya circunstancias que no se puedan cambiar, por razones que no alcanzamos a entender y solo podemos aceptar que forman parte de un misterio de la Providencia. Pero es como si Dios nos dijera: «mira, es necesario que pases por esto… pero para que pases un buen rato, por lo menos, he pintado el Cielo de tus colores favoritos. Sé que te gusta la lluvia, te la envío esta tarde. ¿Has visto cómo florecieron tus orquídeas? ¿Sentiste aquel consuelo que te di en la oración? ¿No te dio alivio esa conversación con aquel amigo que sintió la inspiración de llamarte?».
Como el dolor es tan grande, las pequeñas cosas parecen tener más valor. Son pequeños paños de agua fría, que entendemos que Él envía para aliviar un poco el malestar. Se agradecen con sinceridad y con frecuencia.
Y en todo vemos un profundo sentido espiritual, porque en todo le vemos a Él.
Se alcanza una mayor madurez
Una madurez entendida como la capacidad de relativizar algunas cosas, aprendiendo a darles su peso y medida. Es decir, comenzamos a entender que ciertos acontecimientos que podrían habernos parecido el fin del mundo, quizás no lo sean.
O quizás, sí, sean muy graves. Pero no nos aplastan: le damos su lugar. Y las ofrecemos, rezamos, pedimos ayuda, buscamos las soluciones. Pero lo dejamos en Sus manos, abandonándonos.
¡Que no es resignación! Es poner los medios y, si las cosas no resultan, no desanimarnos, y confiar en que pusimos todo de nuestra parte. Hicimos todo lo que Dios esperaba de nosotros. Y, según discernamos, a veces tocará volver a poner nuevos medios y volver a la batalla. Otras veces, soltar lo que quizás no sea lo mejor para nuestras almas.
Se crece en empatía
Por último, la experiencia del dolor nos lleva a entender el dolor ajeno, compadecernos de los otros, acompañarlos y buscar servir. Sabemos lo que ayuda y lo que no, lo que la persona que sufre espera de otra y lo que es más conveniente evitar.
A veces este acompañamiento se realiza incluso cuando uno mismo no está bien. Y Dios valora nuestro esfuerzo, derramando abundantes gracias en nuestra vida y en la de aquellas personas a las que queremos consolar. Algunas más evidentes, otras más discretas. Como la sutil certeza de que no estamos tan solos como creíamos.
Escrito por: María Belén Andrada, vía Catholic-Link.
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