La crisis de violencia en Ecuador nos debe llamar a la reflexión, sobre todo cuando la razón o la fuerza son las opciones para combatir este mal.
Por la razón o la fuerza…
Como alguien que ha sido testigo de primera mano de las realidades de la pobreza y la marginalidad, habiendo dedicado años a la enseñanza en comunidades vulnerables, mi perspectiva sobre la actual crisis de violencia en Ecuador es profundamente personal y teñida de frustración.
He visto a jóvenes con potencial y esperanza elegir caminos muy diferentes: algunos han triunfado contra todo pronóstico, convirtiéndose en profesionales y modelos a seguir, mientras que otros han caído en las garras del crimen. También he asistido con orgullo a la graduación universitaria de algunos exalumnos y a otros con dolor los he ido a visitar a la cárcel. Sé que muchos otros, pertenecientes a bandas ya están muertos. Esta dicotomía de destinos es una cruel realidad que me lleva a una conclusión inevitable y amarga: cada uno cosecha lo que siembra.
La situación actual en Ecuador, con su espiral de violencia y caos, es una manifestación cruda de esta verdad. No hay duda de que las condiciones de pobreza y desigualdad han creado un terreno fértil para el crimen y la desesperanza. Sin embargo, esto no puede ni debe ser una excusa para la violencia desenfrenada y la brutalidad que estamos presenciando. Los actos de estos grupos criminales no solo son imperdonables, sino que también traicionan a aquellos en sus propias comunidades que, a pesar de enfrentar desafíos similares, han elegido un camino de esfuerzo y legalidad.
Es desgarrador pensar en las vidas perdidas, no de los delincuentes quienes finalmente tienen lo que merecen, sino en las vidas de los inocentes que han sido atrapados en este fuego cruzado. Padres de familia trabajadores, jóvenes con sueños, niños sin culpa, todos víctimas de una violencia sin sentido que los ha arrebatado de sus seres queridos. La impunidad con la que actúan estos criminales es una afrenta a la justicia y al bienestar de la sociedad.
Respuesta del Estado ante la crisis
La respuesta del gobierno, aunque severa, es comprensible en este contexto. Declarar estos grupos como objetivos militares es un reflejo de la gravedad de la amenaza que representan no solo para la seguridad del estado, sino para la vida y los derechos de los ciudadanos comunes. Si nuestra casa se infestara de ratas, lo primero sería matarlas. Después podemos trabajar sobre las causas raíz, mejorar la limpieza de la casa, evitar dejar comida sin guardar, tapar los huecos por donde se meten. Ecuador debe, de forma inmediata, eliminar a los grupos terroristas y, en el mediano y largo plazo, combatir la pobreza, la falta de educación y oportunidades, y la corrupción que permite que estos grupos florezcan.
Es un hecho que la violencia solo engendra más violencia, pero también es cierto que hay momentos en los que el Estado debe actuar con contundencia para proteger a sus ciudadanos. Lo que Ecuador enfrenta hoy no es un simple problema de delincuencia; es una guerra contra fuerzas que amenazan la estabilidad y el tejido mismo de la sociedad. Y en una guerra, desafortunadamente, hay que tomar decisiones difíciles para proteger el bien mayor.
Esta crisis debe ser también un llamado a la reflexión. ¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Qué hemos hecho, o dejado de hacer, como sociedad, para permitir que estos grupos ganen tanto poder? La respuesta a la violencia no puede ser solo la fuerza; debe ir acompañada de un compromiso serio para abordar las desigualdades y carencias que han alimentado esta situación. Solo así, Ecuador podrá aspirar a un futuro en el que la violencia no sea la norma, sino una triste memoria del pasado.
Escrito por: José Miguel Yturralde Torres.
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