En principio, el noviazgo está establecido como el tiempo que transcurre entre el conocimiento y la elección para el matrimonio. No tiene como finalidad el ejercicio de la genitalidad en tiempos de ocio ni la búsqueda del propio placer en nombre del afecto. No busca llenar soledades mal llevadas ni vacíos que nadie puede suplir. No está hecho para la demostración de las habilidades para el cortejo ni para encontrarse en el otro cuando no se tiene certeza de lo que se es.
Su finalidad es el conocimiento mutuo, la maduración del afecto hasta convertirlo en un amor de decisión capaz de llegar a la elección que lleve a la renuncia de cualquier otro hombre o mujer.
El sexo, no ha de ser durante el proceso, la base de la relación sino la cúspide del compromiso, un compromiso que lo sella el matrimonio. Empezar dicho conocimiento mediante la desnudez y la entrega genital es coartar el camino para la transparencia. Es más difícil ser uno mismo con ropa cuando estar desnudo ha sido el “hábito” que nos cubre.
Su objetivo es ver al otro en la claridad de la razón y no en lo nublado del corazón; sin minimizar sus defectos ni maximizar sus virtudes. Descubrir en el proceso aquello que nos asemeja, lo que hace que seamos capaces de divertirnos juntos, de tomar decisiones que no sean a espaldas del otro, de tener claridad hacia dónde vamos; aquello que nos complementa pues muestra lo enriquecedor que podemos ser el uno para el otro (por ejemplo los gustos personales y lo que cada uno quiere hacer en su tiempo libre); aquello que nos diferencia y que puede convertirse en el caballito de batalla cuando estas últimas son las que prevalecen en la relación.
Un noviazgo bien llevado debe dar certeza de la persona que hemos elegido para compartir la vida. Saltarse los principios básicos del proceso hará que descubran que se equivocaron. Debe permitir entender que no se hace la elección de la persona “ideal” cuya existencia verdadera no existe sino de la persona “adecuada” en cuyo caso la entenderá siempre como alguien fuerte en las debilidades y habilidosa para manejar conflictos serios de pareja.
Este tiempo de relación debe ayudarles a mirar cómo reacciona la otra persona ante las situaciones límites de su vida: cómo se enfrenta ante la abundancia y la escasez (dos realidades que les pueden acompañar en su condición de esposos); ante la enfermedad, el fracaso o el éxito y la muerte de quienes ama.
Nada de esto debe ser ajeno a la pareja pues todo hará parte del equipaje de su vida futura. Es más, han de conocer primero su capacidad para la resolución de los conflictos pues estos aparecerán durante toda su existencia y su capacidad para el perdón y la sanación de situaciones dolorosas.
Un buen noviazgo ha de permitir construir las primeras bases arquitectónicas de la edificación del amor. No es el tiempo para “hacer feliz” al otro (responsabilidad demasiado compleja como para lograrlo), sino compartir juntos la propia felicidad. Debe ser capaz de ayudar a mirar más allá de la cama pues la vida futura no se construirá toda sobre ella.
Debe ayudarles a conocer la generosidad del futuro cónyuge o su tacañería, su resiliencia vital (actitud que le permite sobreponerse a lo adverso sin dejarse destruir), su amor que construye y no que explota como si la otra persona fuera una mina a quien hay que sacar provecho.
El noviazgo ha de llevar a la experiencia de pensar con mirada de futuro, pero sin la imaginería propia de los cuentos de hadas creyendo haber encontrado príncipes o princesas. No hay tales. Sólo plebeyos, gente humana, demasiadamente humana que no va a colmar nunca las expectativas erróneas de nadie, gente que no tiene la obligación de ser el artífice del destino de ninguno ni de la felicidad de ninguno, sino solamente compañeros de camino, aquel con quien un día decidimos atar amorosamente un yugo (de ahí la palabra cónyuge) para juntos poder abrir el surco donde se siembre la semilla de la felicidad.
Vía Aleteia