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La vida eterna irrumpe en la historia.

La palabra “resurrección” en la Biblia se ha usado con diversos sentidos. Sin embargo, la experiencia de la resurrección de Jesucristo, que no es una vuelta a la vida biológica, sino la irrupción de la vida eterna en la historia, es tan inabarcable conceptualmente y excede todo lo que podamos pensar o decir.

Ante las confusiones reinantes en lo que concierne a la teología sobre la resurrección, digamos brevemente lo que no es.

Lo que no es resurrección

La resurrección no es una vuelta de la muerte, sino un paso, a través de la muerte, hacia una vida en la que la muerte ya no tiene poder. Cuando Lázaro murió (Jn 11) y fue “resucitado”, volvió a morir. Pero cuando Jesús resucitó, “ya no muere más” (Rm 6,9). Aunque el evangelio use la misma palabra, se refiere a dos realidades completamente distintas. Una cosa es la vida biológica (bios) y otra es la vida divina o vida eterna (zoé).

Resurrección tampoco es solo decir que Cristo vive en nuestra memoria, que sus palabras viven entre nosotros como podemos decir de Platón o Cervantes. Pensar así sería como afirmar que nosotros “lo resucitamos” a él, mediante gestos, palabras y recuerdos. Para la fe cristiana es exactamente lo contrario: nosotros vivimos gracias a Él.

Obviamente la resurrección no tiene nada que ver con la reencarnación, ya que en la fe judía y cristiana no se concibe la disociación entre la identidad del cuerpo y la persona.

La resurrección no es información acerca de otro mundo. Ser testigo de la resurrección es experimentar que su amor por mí no tiene límites, que su amor por mí es más fuerte que todo lo malo que hay en mí. Es saberse amado para siempre, para la eternidad, con un amor que perfora la muerte.

El poder del amor

El amor siempre demanda inmortalidad, porque amar a alguien es querer que viva para siempre. Cuando amamos, nuestro amor quiere mantener a la persona amada viva de alguna manera, aunque sea en el recuerdo. Pero nuestro amor no puede ir más lejos, no es más fuerte que la muerte. La vida biológica pertenece al dominio de la muerte. La paradoja del amor es que amamos como si fuéramos inmortales y al mismo tiempo la muerte arranca de nuestro lado todo lo que amamos. Deseamos algo que no somos capaces de crear. Todo lo que soñamos y deseamos chocará con el límite de la muerte tarde o temprano. Pero “si el amor a los demás fuese tan grande que no sólo pudiera revivir su recuerdo, sino a ellos mismos, entonces estaríamos ante un amor que no estaría sometido por la vida biológica, un amor que superaría el poder de la muerte (Ratzinger). Y nosotros no tenemos ese poder.

La buena noticia de la Pascua es que quien más nos ama, sí tiene ese poder. Pero si Jesús nos amó y nos ama como nadie, si entregó su vida por nosotros con un amor que nadie nos tiene ni nos tendrá, ¿si él venció a la muerte, la venció solo para sí mismo? Obviamente que no. Sino que su victoria sobre la muerte alcanza a los que ama, a todos. Por esto san Pablo puede decir: “Si Cristo resucitó, nosotros también resucitaremos” (1 Cor 15, 12-34). Si su amor ha vencido a la muerte, entonces vencerá la nuestra también.

 

Vía: Aleteia.org

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