No permitamos que el celular nos impida disfrutar de lo verdaderos placeres de la vida.
¿Quién no ha visto alguna vez un grupo de chicos en una fiesta, en el parque o en un restaurante, todos juntos, pero cada uno por su cuenta, solos con sus celulares? ¿Cuántos niños pasan sus días encerrados en casa, ante la tv, con una computadora o la Playstation, en lugar de jugar con otros niños? Y ¿quién de nosotros, viendo un hermoso paisaje o un monumento, no ha pensado en fotografiarlo inmediatamente (y publicarlo en las redes sociales), en lugar de contemplarlo y compartir sensaciones y pensamientos con la persona que tenemos al lado?
Estos son solo ejemplos de cómo unos instrumentos pensados para relacionarnos con los demás pueden, al contrario, alejarnos de ellos.
Uno de los instrumentos que en la vida cotidiana puede “crear barreras” entre nosotros y que está a nuestro lado es el teléfono móvil. No se trata de atacar al smartphone, pero conviene recordar que el riesgo de la dependencia está siempre al acecho.
Basta pensar que, como media, empezamos a utilizar el smartphone a las 7 de la mañana y terminamos a las 11 de la noche, y pasamos casi 3 horas al día pendientes del aparatito. Esta media diaria, multiplicada por los siete días de la semana, supone casi 24 horas. En práctica es como si pasáramos una jornada entera a la semana relacionándonos únicamente con nuestro teléfono.
Independientemente de edad, sexo y condición social: en lugar de ser un instrumento que ayuda a vivir la relación con los otros, se convierte en un instrumento de gestión de nuestras relaciones. De este modo es posible sustituir la “comunicación real” por la comunicación a través de teléfono.
La sencillez de los niños puede devolvernos a la realidad
Mi hijo, más que cualquier estudio sobre el tema, me demostró cómo a veces ciertos instrumentos se convierten en obstáculo en una auténtica comunicación. Con su espontaneidad (tiene pocos meses), me hizo comprender que estaba viviendo mal mi relación con la tecnología.
Hace poco tiempo, como cualquier recién nacido, empezó a darme sus primeras sonrisas: un espectáculo maravilloso. Y yo, en lugar de saborear sus deliciosas muecas, lo primero que pensé fue agarrar el celular, para fotografiarlo y así inmortalizar ese momento. Pero cuando mi hijo, en vez de su mamá se encontró con el smartphone, dejó de sonreír inmediatamente.
«¿Ya no ríes, cariño?», le pregunté, mirándolo. Él, entonces, de nuevo se echó a reír.
Retomé el celular y volví a intentar fotografiarlo. Y una vez más, delante de mi smartphone, dejó de sonreír.
En ese momento comprendí una verdad (sobre todo en una era como la nuestra, en la que nos convertimos en víctimas del fanatismo de «compartir información en tiempo real»): él quería sonreírme a mí, a su mamá, en carne y hueso. Sonreía porque me veía, porque yo le daba seguridad. Sonreía para mí, y dejaba de tener motivo para demostrar alegría y asombro si en mi lugar se encontraba con un instrumento sin vida.
El celular (¡utilísimo para muchísimas cosas!), en ese momento se había convertido en un obstáculo entre él y yo. Este se interponía entre su rostro y mi rostro, hacía menos auténtica nuestra comunicación.
En aquella ocasión, entendí que a veces hay que dejar el celular en el bolsillo y disfrutar de la sonrisa de quien tenemos al lado.
Vía: La Familia