El matrimonio no es solamente una institución humana y social, sino que es parte del Plan de Dios. Entonces ¿por qué casarse por la iglesia?
Como catequistas de novios prontos a casarse, vemos que siempre aparece una inevitable pregunta, a veces expresa, a veces oculta: ¿por qué casarse por Iglesia?, ¿qué diferencia existe con la unión civil? La respuesta no es sencilla. Debemos apelar a dos aspectos claves del hombre: el natural y el espiritual.
Respecto de lo primero podemos mostrar una cierta conveniencia en el carácter interpretativo de los vínculos humanos. En cuanto a lo segundo, en el camino pueden realizarse dos tramos: el primero, mostrando la belleza del matrimonio en cuanto a sus efectos —que es lo primeramente captado por lo demás—; el segundo, tratando el misterio al que accedemos mediante el sacramento en sí mismo.
Entendemos que pueda parecer difícil, pero transitar este camino con los novios siempre tiene sus frutos.
El título de este artículo nace de la lectura de uno homónimo de K. Wojtyła escrito entre 1958 y 1962. Seguiremos la línea de este santo de las familias para la segunda parte esencialmente.
En esta ocasión, trataremos las dificultades que surgen ante la consideración de la promesa humana como única garante del porvenir. Lo haremos a partir de la filosofía, en el campo de la antropología. Los argumentos teológicos los desarrollaremos en el próximo artículo.
¿Cuánto vale la promesa humana?
“El hombre propone y Dios dispone”. Frase sin duda conocida, que nos abre la mirada ante la fragilidad de la situación humana. Sencillamente nos referimos a que, si bien siempre es mejor predisponerse para lograr el fin que se desea alcanzar, no debemos olvidar que no siempre puede salir como lo esperamos.
Lo indicado se debe a diversos factores: no todo depende de nosotros. Sin embargo, en lo que respecta a nuestro tema, debemos subrayar que toda acción deliberada es responsabilidad de la persona en cuanto a su intención y efecto.
La intención depende del sujeto; en este caso, parece imposible que se dé una cierta fragilidad. Sin embargo, la intención depende del conocimiento que la persona tenga sobre el objeto o el fin, por lo que, a mayor conocimiento, se dará una intención más madura, que refleje la voluntad plasmada en la acción, haciéndola “nuestra acción”.
En otras palabras, para actuar con madurez debemos disponernos a conocer en profundidad el objeto de nuestra acción: qué hacemos y para qué lo hacemos. De modo contrario, estaríamos obrando como un animal carente de las facultades humanas de inteligencia y voluntad, y movido por el instinto.
Tanto la inteligencia como la voluntad son intrínsecas a la naturaleza humana, y no podemos desprendernos de ellas. Por lo tanto, cuando obramos de este modo, lo hacemos porque decidimos así, siendo también responsables de las consecuencias. Como quien decide manejar mirando el celular.
El camino a casarse por la iglesia
Cuando se nos presenta la posibilidad de unir nuestra vida a la de la persona que amamos, resulta esperable que deseemos con todas nuestras fuerzas intelectuales conocer en profundidad aquello que haremos. ¿Será posible comprenderlo con exactitud?
Cuando avanzamos en la búsqueda, ¿no será cada vez más patente cuánto falta por conocer? Una vez Santo Tomás de Aquino escribió: “no podemos conocer ni la esencia de una mosca”. ¿Cómo podremos conocer en profundidad aquello que haremos?
Cuando hablamos del camino al matrimonio, es en referencia a dos personas que tienen la intención de entregar su vida al otro para siempre. Por la intención expresamos aquello que comprendemos, y lo “ofrecemos” al otro en actos concretos. De esta manera, conocer lo que doy es, a su vez, tener la posibilidad de donarlo. Puede aplicarse la frase “uno no da lo que no posee”.
Y entonces, ¿dónde está la contingencia que mencionábamos al inicio? Pues en el conocimiento de la esencia de aquello que ofrecemos, que en la relación esponsal comprende más bien un sujeto ofrecido: uno mismo, para su cónyuge. Mientras más nos conozcamos, más podemos ofrecernos intencionalmente.
Surge así la pregunta: ¿en algún momento durante nuestra vida terrenal alcanzaremos a conocernos de modo absoluto? Francamente lo dudamos. No tenemos la posibilidad de conocernos completamente y, por lo tanto, no sabemos cómo entregarnos mejor a la persona amada. En otras palabras, permanecemos ignotos para nosotros mismos.
Esto puede desembocar en dos actitudes: el desánimo o la humildad. Si caemos en la primera, seguiremos derecho entrando en una insufrible rotonda de sucesivos intentos: procuraremos lo mismo una y otra vez.
En el segundo caso, tomaremos un giro que nos lleve por otro camino. Intentaremos algo verdaderamente nuevo, que implica humildad: saber que sólo alguien que nos conozca de modo absoluto y desde el inicio de nuestra existencia puede abrirnos las puertas de la razón y del corazón. Aquí es donde entra Dios, para suplir nuestras limitaciones humanas.
¿Somos capaces?
Luego de navegar por la cornisa de nuestra existencia y de haber optado por la humildad, viene la segunda gran pregunta de este artículo: ¿somos capaces de prometer? Pregunta difícil. El hombre, por sus solas fuerzas, no puede prometer. Pensaremos por qué.
La promesa mira el pasado y lo proyecta al futuro. Es similar a tirar un ancla, tan pesada como aquello que prometemos, para unir tanto lo que pasó como lo que pasará, mi «yo» del pasado con mi «yo» del futuro, teniendo siempre presente que se trata del mismo «yo». Aquella acción está indefectiblemente unida a la memoria.
Más allá de la debilidad de la voluntad humana, debemos considerar otro factor: la incapacidad de determinar el futuro de un modo absoluto. ¿Qué hay más allá de este instante actual? Sólo contaremos nuevos minutos y horas, porque todos seguimos aquí, como sólidos estandartes del presente perdurable.
¿Hasta qué punto nos extendemos haciéndonos dueños del futuro?
Sólo podemos determinar aquello que está a nuestro alcance. Hay factores que superan nuestra imaginación y campo de acción y que, sin duda, influyen en la realización de la promesa. Estamos atados a la contingencia.
Por este motivo, no somos capaces de asegurar el desarrollo del futuro en todas sus circunstancias. Sabemos que estas pueden cambiar incluso el desenlace de nuestra promesa, hasta el punto de quebrarla.
En nuestra opinión, la promesa vale tanto como quien la hace. Si hablamos de una persona, estamos considerando la contingencia propia de su naturaleza que se ve incierta ante el futuro.
Sólo vemos posible la realización de la promesa matrimonial en el ámbito de Dios: Él es Promesa para nuestra esperanza. Esperamos amarnos para siempre en la promesa que realizamos en Dios, único garante del futuro.
Beneficios de casarse por la iglesia
En línea con la reflexión anterior, pensemos: entonces, cuando nos casamos, el Señor es testigo de nuestra promesa. Es más: Él nos da las palabras (la liturgia) y la fuerza (la gracia) para prometer. Nos enseña cómo vivir la promesa mediante una entrega sincera (Eucaristía) y un continuo perdón, debido a nuestras debilidades (Confesión).
No lo hacemos teniendo como garantía nuestra humanidad herida por el pecado y la ignorancia, sino que nuestro Padre confirma y mantiene la entrega de la reciprocidad matrimonial.
Sólo podemos prometer cuando nos unimos a la voluntad de Dios que sostiene aquello que prometemos. Casarnos por Iglesia significa entregar nuestra vida y nuestro amor a Dios, dueño de todo tiempo, para que los inserte en el círculo de su Amor que es la lógica de la Eternidad.
Escrito por: Maggie & Guido, ví amafuerte.com
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