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Fueron más de cincuenta años juntos, me considero afortunado, aunque la recordaré mientras viva.  Entre muchas cosas, extrañaré sus exigencias para que yo fuera mejor persona, pues siempre tuvo unas expectativas muy superiores a las que yo tuve sobre mí mismo. Ni que decir de sus esfuerzos por su propia superación.

Esas exigencias fueron motivo de que yo refunfuñara, ahora las extraño y necesito.

Mis hijos me sienten desvalido y me visitan frecuentemente cualquier día y a cualquier hora, pasan fines de semana conmigo o yo los paso en casa de ellos. En ocasiones, los sorprendo viéndome con ternura y puedo adivinar sus pensamientos: pobre papa ¡cuánto la ha de extrañar! Los he escuchado recibir condolencias de sus amigos en diálogos con benevolentes comentarios sobre los que ellos consideraban una descripción hermosa de nuestro amor: cuanto tiempo estuvimos juntos; lo felices que se no veía conviviendo; que bien nos comunicábamos; como compartíamos intereses, y tantas otras cosas.

Sí, todos esos comentarios reflejan una realidad, pero solo una parte. No la más profunda  y total realidad de nuestro amor que estaba muy por encima de todo aquello. Lo descubrí al final del camino, en el proceso de su enfermedad.

Mi esposa padeció alzhéimer. Aunque  llego el momento en que no sabía quién era yo, más que nunca, yo  sabía quién era ella. Tuve  el don de poder  ver su parte angélica tras su rostro inexpresivo. Así, podía evocar su intensa sonrisa, la agudeza de sus intuiciones en el comprenderme y atenderme, sus regaños y enojos amorosos, su alegría de vivir… su exigencia por  ser mejores. 

Aunque llegó el momento en que no sabía quién era yo, más que nunca, yo sabía quién era ella. 

Era como una avecilla en mis manos, no me podía ofrecer  compañía dialogante o ayuda en las circunstancias de mi vida.   Muy ajena a  sus posibilidades quedaba la más pequeña de mis necesidades, que solía atender en cuanto la percibía. Era entonces para mí el momento del sacrificio gustoso, de la abnegación.

La atendía personalmente lo más que podía y todo mi ser era para ella. ¡Todo mi ser para ella! Fue así como pude comprender una dimensión del amor conyugal que siempre había estado ahí y que seguramente ella ya conocía. Que alumbraba con rayos de sol nuestra relación, haciéndola  más íntima que nunca. Una dimensión en la que habíamos construido y reconstruido nuestro amor en el cada día. 

Así, todas las mañanas adornaba la habitación con los crisantemos que tanto le gustaban, le leía poemas de amor de mi composición, le cantaba, la arrullaba, le bailaba y contaba anécdotas. Con lecciones bien aprendidas, la amaba con un amor que me hacía ser mejor hasta el último instante en que Dios la recogió. 

Entiendo que los matrimonios jóvenes saben poco del amor en esta dimensión. Pero es una asignatura que habrán de pasar, pues el matrimonio es una relación de perfección reciproca de los cónyuges en todos los planos de la vida. Desde el mundo de lo cotidiano al mundo de la intimidad más estricta. Es así como se va produciendo el desvelamiento de la realidad personal de cada uno. Un desvelamiento que permite la corrección de los defectos y el desarrollo de las virtudes contando con la ayuda y el apoyo amoroso del cónyuge.

Por eso, son un bien el uno para el otro.

Mi esposa ha sido y será el mayor bien de mi vida venido de la mano de Dios, y cuanto le estoy agradecido.

 

Orfa Astorga de Lira

Orientadora Familiar, Máster en matrimonio y familia.

Universidad de Navarra.

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