El culto al cuerpo es una especie de cruzada personal en la que el enemigo a convertir, a transformar, a dominar… es nuestro físico.
Cada época tiene sus pasiones. El culto al cuerpo representa una de las máximas expresiones del materialismo de nuestros días. Estamos en la era de la imagen. Y ésta es apariencia, externidad, fachada, porte, el modo como alguien aparece ante los demás. Los clásicos ya lo decían: debe haber una buena relación entre lo exterior y lo interior del ser humano.
Hay muchas cosas que se hospedan en esta veneración al cuerpo: el mito de la eterna juventud; el nuevo lenguaje corporal de una sociedad en la que el pudor ha ido desapareciendo; la idolatría del sexo a todas horas; el juego de las apariencias, en un contexto en el que los medios de comunicación exaltan el aspecto exterior de forma machacona; la exaltación de la mujer escuálida; y un largo etcétera de valores en alza en esta misma línea.
Las modas son más contagiosas que las infecciones. Y no es fácil sustraerse a ellas. Se expanden como un reguero de pólvora. Las costumbres sociales se imponen -la sombra del ciprés es alargada-. Este culto por la estética corporal y facial ha situado en primer plano la divinización del cuerpo y la exaltación de un tipo concreto de belleza, que hoy se impone con fuerza.
El cuerpo no es la persona
Pero el cuerpo no es la persona. Por el contrario, en la cara está representada la persona. Todo el cuerpo depende de la cara. Ésta es programática, anuncia al ser humano como proyecto, lo retrata, lo deja al descubierto.
La cara tiene su propio alfabeto. Hay una parte clásica del rostro, que está constituida por las mejillas y la boca, que representan su territorio racional: la lógica y argumental. La parte romántica tiene su sello en los ojos, que son los que llevan la voz cantante de la expresividad facial. Dice Antonio Machado en un verso antológico: «Tus ojos me recuerdan las noches de verano, negras noches sin luna, orilla al mar salado».
Los labios se mueven y muestran la sonrisa, el llanto, la palabra acertada, la frase dura y seca, el discurso personal abriéndose paso entre masas de ideas y pensamientos. Los ojos hablan, denuncian, sorprenden, aprueban, admiran, se entregan, se acercan y se alejan, coquetean, juegan al escondite uno con el otro.
Los ojos enamoran y nos hacen navegar a su través -cielo arriba-, buscando tesoros escondidos. Sus vinculaciones aprueban y tienen un fondo políglota (hablan muchos idiomas): desde el llanto a la sonrisa, al amor y sus espejismos. Es el lenguaje verbal y el no verbal, las palabras y los gestos, lo dicho y lo insinuado, lo nítido y lo difuso. Si la cara es el espejo del alma, los ojos son su espíritu.
Un vehículo, no el contenido
El cuerpo es el vehículo de la persona. No es su contenido, pero sí su forma. Cuando una persona se acerca a mí desde una cierta distancia y dispongo de un breve tiempo para verla, inspecciono su morfología y en unos segundos capto su figura: sus ademanes, su andar, el volumen que desplaza en el espacio… El momento más importante es cuando se para aquí -la a tan abierta y la í tan puntiaguda y con el acento arriba, que parece que nos clava como un clavo en ese espacio, que es el aquí-. Después, ya a mi lado, la miro a los ojos y me recreo en su geografía facial.
En la cara está la persona y manifiesta cuanto somos. Es lo más importante. Aspira a la caricia, al beso, al encuentro cercano, sin anonimato. El cuerpo es carruaje, medio de locomoción que hay que cuidar para seguir funcionando, portada exterior de lo que representamos. La cara nos abre la puerta de la intimidad; lo ojos son el puente levadizo hacia el castillo de la afectividad.
El análisis de la importancia de la cara y del cuerpo, en la cultura actual, está erizado de problemas. Su complejidad es evidente. Son muchos los recodos, matices, vertientes y ángulos posibles, y todo conviene ajedrezarlo de psicología. Me voy a referir por separado a la cara y al cuerpo.
Tu cara, tu tarjeta de visita
La cara es el sostén de la belleza, su tarjeta de visita. En los últimos años ha aparecido una rica patología en este sentido: la obsesión facial. Cada vez abundan más las enfermedades psíquicas, que llevan a las personas a vivir con ansiedad, tristeza y un gran malestar la forma de alguna zona de su cara, con la que no se sienten a gusto y desean cambiarla. Hay quienes se obsesionan con que sus cejas son demasiado largas, anchas o subidas; otros piensan que sus labios son demasiados finos y estrechos o poco pronunciados; otros centran sus problemas en los ojos, por estar éstos muy hundidos o demasiado hacia fuera.
Una mayoría de ciudadanos centra su atención en las llamadas patas de gallo, arrugas que se van formando en la zona externa de los ojos, y que son tan naturales como la vida misma, con el paso de los años.
Las obsesiones se centran en cualquier otra parte de la cara: la papada, el mentón, las mejillas, la nariz… Cuántos de mis pacientes me han asegurado que están muy hundidos porque su nariz llama la atención y notan cómo la gente la mira con desprecio y hacen gestos negativos cuando la observan. En todas las obsesiones estéticas faciales se vive una parte de la cara de forma negativa y penosa, con complejo de inferioridad y con un enorme miedo al rechazo de los demás.
Hay una frontera, a veces huidiza, entre una estética facial objetivamente poco agraciada y la que es claramente una obsesión enfermiza. En el primer caso, puede tratarse de algo congénito (con lo que se ha nacido) o adquirido (pensemos, por ejemplo, en un accidente de tráfico que ha dejado una deformación negativa de alguna parte de la cara). Aquí la cirugía plástica y reparadora tiene una importancia indudable y cura a muchas personas de un complejo de inferioridad de base real.
La deformación objetiva tiene en la cirugía una salida airosa y devuelve a la persona la paz y la autoestima. En el segundo caso es esencial la pericia del psiquiatra y del psicólogo, que explora, escruta, distingue lo que es anecdótico de lo que es real, lo que es una obsesión enfermiza de lo que constituye una seria rémora y marca negativamente a ese sujeto.
La eterna juventud es un mito
El mito de la eterna juventud está hoy en primer término. Es como si quisiéramos parar el reloj y mantenernos siempre jóvenes, pero con la experiencia de los mayores. La madurez de los años es serenidad y benevolencia; la madurez psicológica supone aceptar la realidad corporal con paz y sin ansiedad. Por estos vericuetos veo yo la pasión en el cuidado de la cara. ¡Lo que puede gastar una mujer de una cierta economía saneada en cremas! No me parece mal -así son los tiempos que corren-, siempre y cuando todo se haga dentro de un orden, sabiendo ponerle límites.
Entro ahora en el segundo apartado de mi recorrido analítico: el cuerpo. Hoy éste se ha convertido un una pieza de reclamo decisiva. Como juegan los días con la esperanza, juega el cuerpo como punto de enlace con los demás. Las obsesiones son diversas, siendo lo que más preocupa, de forma mayoritaria, la gordura, en general o en particular, centrada ésta en el abdomen, los muslos, las caderas, el trasero, el pecho, la cintura y, por supuesto, la celulitis que puede asomar en alguno de los territorios mencionados.
Lo normal y lo patológico
Debemos distinguir aquí lo que es normal y lo que es patológico. Normal es que una persona objetivamente obesa quiera adelgazar, entre otras cosas para estar más ágil y evitar enfermedades derivadas de esta gordura mórbida. Caben señalar aquí los patrones de peso aceptados por la Organización Mundial de la Salud (OMS): Una mujer que mide 1,65 metros, debe pesar 10 puntos menos que los centímetros de su talla, es decir, unos 55 kilos (con un margen de uno o dos por encima o por debajo). En cuanto a los hombres, uno que mide 1,70, debe pesar 70 kilos aproximados (también con un margen de uno o dos por encima o por debajo de este peso).
Los psiquiatras sabemos que nuestro consejo clínico es importante en los casos dudosos y debemos deslindar lo normal de lo anormal y hacérselo ver a cada paciente. Aquí pesan hoy de modo decisivo las modas sociales, que tienen en las modelos de las pasarelas su exponente más negativo.
Viajé hace poco en avión con una de ellas al lado y me confesó: «Esto no es vida, no es ya que pase hambre, es que me peso todos los días tres veces, vomito a menudo y uno de mis principales temas de conversación son las dietas». Éste es un ejemplo de anorexia. Debo señalar que hay pocas mujeres satisfechas con su aspecto físico y con su cuerpo. De ahí viene la proliferación de gimnasios, institutos de belleza, lugares de masajes y, por supuesto, la esclavitud de las dietas.
¿Qué sucede en la intimidad de estas personas obesas o rellenitas?
Como el modelo que se lleva es esquelético, escuálido, de una delgadez exagerada, la joven que se ve gordita o con unos kilos de más, y que ha sido humillada, criticada o sometida a comentarios irónicos se va a sentir marginada. ¿Qué es lo que hay en el fondo de este sentimiento negativo?: inseguridad, miedo al qué dirán o a la desaprobación; en definitiva, miedo al rechazo. Lo sufren personas que viven la no aprobación de los demás como algo terrible.
En este clima aparecen la anorexia, la bulimia y la asociación alterante de las dos. Son enfermedades modernas, nacidas al abrigo de todo lo expuesto. La anorexia es la obsesión por no engordar y el rechazo contundente a tener un peso por encima del que esa persona considera adecuado. Es un miedo cerval a ganar peso y a convertirse en obesa, lo que va llevando a una deformación de la percepción del propio cuerpo, que va aterrizando en una obsesión con todas las de la ley.
La bulimia consiste en episodios recurrentes de glotonería, de comer compulsivamente, de ingerir una gran cantidad de comida y en un tiempo muy breve, que se suele acompañar del vomito y, después, de una crisis de llanto. Con mucha frecuencia, esta persona se provoca el vómito, usa laxantes y diuréticos y alterna esto con la práctica de dietas super estrictas o ayunos o hacer mucho ejercicio para prevenir el engordar. La obsesión por la silueta corporal esconde, camufla, enmascara el vivir en una época del culto a la apariencia. Si lo que cuenta es la superficie, vale la pena más tener que ser.
En la anorexia-bulimia esa persona tiene episodios intermitentes de la una o la otra, que se van turnando como una secuencia musical desafinada.
Si amor es el deseo de hacer eterno lo pasajero; belleza es una conjunción entre lo exterior y lo interior, es camino y posada de armonía y proporción entre lo de fuera y lo de dentro.
Escrito por: Enrique Rojas es Catedrático de Psiquiatría y Director del Instituto Español de Investigaciones Psiquiátricas de Madrid, vía IEIP.
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