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En esta oportunidad compartimos una artículo de opinión titulado: El derecho: entre cielos e infierno.

Dicen los neoplatónicos que el hombre es el horizonte entre lo divino y lo corruptible, donde se junta lo visible y lo invisible, lo trascendente -con lo que tiene de sublime- y lo terrestre -incluyendo lo despreciable.

Si se quiere, el derecho, concebido como el conjunto de normas que componen la legislación, al ser una invención precisamente humana no escapa esta lógica. El derecho también está cargado de dicotomías, de motivos de orgullo y otros de ira. Sostenía Victor Hugo que por causa de las leyes y de las costumbres se crean infiernos para unos y -agrego yo- cielos para otros, ambos artificiales y profundamente terrenales.

 

 

Cielos e infiernos artificiales

El infierno de los huérfanos que, soñando con una familia, se enfrentan a una pesadilla llamada burocracia, encarnada en la ineficiencia y frialdad del que es primero funcionario y sólo después persona. El cielo aparente de quien en uso de un status accede a beneficios que no le corresponden pero que los acepta, asegurándose -eso sí- de utilizar al derecho como un discurso para maquillar el fraude. El infierno de quienes esperan décadas para que se les haga justicia, porque el término “comisión” no está en su diccionario ético. O, el supuesto cielo de quienes a media noche, en un pueblo costero, compran de un juez su impunidad.

Sin embargo, las cosas no son absolutamente malas. Digamos que lo despreciable del derecho encuentra su fuente en las normas mal hechas y en aquellas mal aplicadas. El uno es un problema del derecho en sí; el otro es un problema de quienes están llamados a ponerlo en marcha. El uno es ineludible, porque jamás se podrá reglamentar la conducta humana de forma perfecta; mientras que el otro, si bien no se puede erradicar, definitivamente podría mitigarse.

 

 

Una luz

¿Qué se necesita? Una actitud democrática, que no es otra cosa que la búsqueda del bien común. Decía Kelsen, en defensa de la democracia, que “ya que hemos de ser gobernados aspiramos al menos a gobernarnos por nosotros mismos”. Pero hay una fundamental diferencia entre gobernar «por nosotros mismos” que «para uno mismo”. Entenderlo es capital si se quiere empezar a derribar cielos privilegiados e infiernos injustos y, a cambio, generar mejores textos normativos y gente que los aplique sin la arbitrariedad deliberada a la que nos han acostumbrado. En otras palabras, es preciso mejorar el derecho per se, así como la calidad de sus aplicadores.

Esperemos que esto no sea solamente un deseo quimérico, una de esas ilusiones por las que hay quien afirma que somos el punto de encuentro entre lo divino -que deseamos- y lo corruptible -que tenemos.

No es necesaria la guerra contra el hombre, como si todo fuera patriarcado. Nuestra lucha debe fundamentarse en el convencimiento de la valía de la mujer, más que en el intento de adoptar la naturaleza del sexo opuesto, porque manifiesta un rechazo a la propia esencia.

 

 

Escrito por: Ab. José Gabriel Cornejo, Asociado en Dignidad y Derecho.

 

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