Conoce tres breves consejos para enfrentar la aridez y redescubrir el consuelo de la oración.
En las vacaciones de Navidad me di cuenta de que mi oración diaria se hacía más fácil. Los mensajes de Dios eran mucho más claros, me veía mejor a mí misma, al mundo y a Él.
Cuando volví a la rutina, fue desapareciendo esa sensación. Me pregunté qué sería… los problemas de mi vida eran los mismos, las personas también, había vuelto al mismo trabajo, tenía los mismos fallos y talentos.
Dios era el mismo. ¿Qué había cambiado? Me di cuenta de tres cosas que quiero compartirte y que podrán servirte para mejorar tu propia oración diaria.
Hay que dejarse caer en los brazos de Dios
Estas vacaciones todo me salió al contrario de como imaginaba. Después de intentar controlar todo, me enfermé fuerte y tuve que parar y hacer los mínimos esfuerzos.
Durante todo el año quise demostrar que podía con todo y, de pronto, tener que mostrarme vulnerable fue muy difícil. Pero creo que fue el modo que Dios permitió para ayudarme a dejar de querer ser Dios y comenzar a ser yo: criatura necesitada.
«Rendirme» ante mis limitaciones, ante la vida, pero, sobre todo, ante Dios.
Pero nuestra cultura del «éxito» nos asfixia con que debemos ser «todopoderosos». Y no serlo nos asusta y llena de pensamientos y ansiedades que nos distraen de aceptar a Dios Padre, de creer en un «ser superior», que no tenemos que – ni podemos – ser nosotros mismos.
Hay que desapegarse de todo y solo apegarse a Dios
Esta Navidad cancelé varios planes que tenía porque no podía salir, porque estaba enferma. No pude hacer un viaje de misión, ni salir de casa, ni responder mensajes de trabajo o de amigos; ni resolver trámites, urgencias, compras por gusto o subir posts en mis redes sociales
¡Cuántas cosas dejé realmente de lado estos días! ¡Cuántas cosas nos cuesta abandonar cuando entramos a la oración! Y no digo negarlas: digo abandonárselas a Dios.
Ese tiempo realmente me dediqué a estar y escuchar. Estar presente, conmigo, con mi lugar, con Dios, sin pensar en otras cosas ni preocuparme por pendientes que no podía resolver.
Muchas veces nuestra oración se nubla porque «muchas cosas nos preocupan» –como diría Jesús a Martha – «pero una sola es necesaria». Las preocupaciones en el fondo son «apegos desordenados» (como dice San Ignacio en sus Ejercicios) que nos aturden incluso cuando tenemos la buena intención de orar.
Silencio y soledad
No es fácil: yo siempre he vivido en casas con varias personas (y en medio de la ciudad). Pasar tiempo sola o en silencio parece un capricho egoísta, pero, para estar bien también con los demás, es necesario haber estado bien con nosotros mismos, en un rato a solas con Dios.
Necesitamos, todos, ¡como Jesús! irnos solos a orar, lejos de todo. No por aislarnos ni por rechazar la vida, sino porque nos hace bien. Nos centra, nos aclara.
Es como ir al gimnasio a hacer ejercicio… porque en casa no están los aparatos necesarios: el silencio y la soledad son los recursos que nos ayudan para poder entrar en disposición total del corazón, la mente y el cuerpo.
Escrito por: Sandra Estrada, vía Catholic-Link.
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