San Juan Bosco, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola y muchos santos más nos han mostrado que la fuerza de su entrega para con los demás está en echar raíces en el camino de la cruz.
Es fundamental partir de la afirmación de San Pablo “porque he sido crucificado con Cristo, mi vivir es Cristo” (Gál 2,20); ya que desde esta perspectiva podemos comprender y vivir la enfermedad como un medio de santificación.
- No caigamos en la facilonería y superficialidad de la fe. Es muy fácil constatar en muchas casas de retiros, de formación a la vida consagrada e incluso en parroquias esta declaración paulina, pero recortada: “Mi vivir es Cristo”, y nos olvidamos que la causa de este vivir en Cristo es la participación profunda en el sacrificio de la cruz. Sin esta razón de ser, pierde totalmente peso y densidad de vida nuestro ser discípulo-misionero de Jesucristo.
- La sabiduría de la cruz. La cruz para los judíos era considerada una locura y para los griegos era necedad, mientras que para el cristiano es sabiduría. La que no nos enseña intelectualmente, sino vivencialmente que el sacrificio es un medio de santificación, entendida como comunión de vida. Significa zambullirnos en la radicalidad de la vida de Cristo en y desde la cruz. Al participar desde nuestra enfermedad, realizamos en nosotros un proceso de purificación de motivaciones existenciales, un discernimiento de la debilidad humana como fortaleza divina y una capacidad para saber mirar más allá de la propia limitación y fragilidad humana. En aquel horizonte, es encuentro con la vida de aquél que “siendo el justo por excelencia ha sufrido más que nosotros”.
- Seamos hijos verdaderos de Dios. Conviene considerar que Jesucristo nunca se auto-proclamó Hijo de Dios. Solamente lo hizo ante Caifás de modo afirmativo, provocando en el Sumo Sacerdote el desgarramiento de las vestiduras. Este detalle resulta fundamental para comprender el “por qué” la enfermedad en el dolor y el sufrimiento que se identifica con Cristo. Ante Caifás nuestro Señor no tenía otra alternativa que enfrentar el sacrificio de la cruz. Y es ese reconocimiento de los otros y encima de un pagano que se da en la misma cruz, pues el centurión romano al verlo morir lo reconoce en su más alta dignidad: “verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39).
Por Alejandro Saavedra sdb
Párroco y Rector Santuario
María Auxiliadora-Guayaquil.