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Con todo lo que hemos vivido y continuamos viviendo debido a la pandemia, ha quedado en evidencia la fragilidad humana.

El virus del Covid-19 ha hecho historia, ha humillado a la todopoderosa ciencia y nuestra confianza en ella se derrumba. Nuestra soberbia y vanidad de creernos seres superiores en el universo ha sido golpeada a tal punto de ponernos de rodillas suplicando por una vacuna milagrosa, haciéndonos sentir desesperadamente impotentes.

La situación presente nos ha obligado a redefinir nuestras vidas, nuestras relaciones, nuestras prioridades, obligándonos a reunirnos, convivir, sacar a relucir aquellos valores que ya se estaban perdiendo, valores como el de la familia, el sentido del otro, de la solidaridad, el del silencio y la reflexión al margen del ruido y del trabajo desbocado que comúnmente termina en estrés, cansancio, descontrol y sobre todo vaciedad interior.

Si algo ha sembrado esta pandemia es un gran sentimiento de vulnerabilidad (fragilidad humana), de miedo ante lo que no entendemos ni podemos manejar, ya que no conocemos cuál será nuestro destino dentro de esta tragedia global.

 

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La fragilidad humana

Las consecuencias de la pandemia son múltiples (al rojo vivo la fragilidad humana). Por un lado, una economía mundial golpeada, pues el modelo de producción está naufragando debido a la rotura de las cadenas de suministro global. Tal vez las grandes industrias y empresas sobrevivan debido a su capital acumulado en las últimas décadas, pero las pequeñas y micro empresas seguramente no lo podrán hacer, con el consecuente cierre de los mismos y la pérdida de empleo de millones de trabajadores alrededor del mundo.

Por otro lado, en política, los liderazgos han sido rebasados, pues su distorsionada y egoísta visión por concentrar el poder los obliga a acrecentar el control de la sociedad con visiones miopes de carácter electoral, poniendo en tela de juicio la validez de la democracia y tentándonos a pensar que una buena dictadura sería la solución a nuestros problemas. Así surgen aquí y allá regímenes autoritarios y paternalistas, populistas y demagogos, pasándose inescrupulosamente por encima del estado de derecho, de los Derechos Humanos, con el solo pretexto paradójico de salvar vidas.

También nos ha obligado a repensar en la vida, pues la posibilidad de que acabe repentinamente ha surgido como una pesadilla que de pronto se convirtió en realidad. Sí, la muerte siempre ha estado presente y es parte de nuestra existencia, pero generalmente tratamos de ahogar su presencia con ruido, mucho ruido, tratando de esquivarla sin detenernos tan siquiera a reconocerla, como si el ignorarla nos asegurara un control sobre ella. Por eso, en circunstancias como las actuales, empezamos a valorar aquellas pequeñas cosas de la vida que estábamos perdiendo, y que hoy las empezamos a atesorar nuevamente.

 

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No debemos perder la fe

Lastimosamente, en situaciones como éstas, son los más pobres, los débiles, los marginados de la sociedad, las primeras víctimas de cualquier tragedia. Si bien en las últimas décadas, y en ciertos sectores del planeta, se han logrado avances significativos reduciendo la extrema pobreza del 36% al 10%, serán ellos los más gravemente afectados. 

Ya se anuncia con bombos y platillos la llegada de la milagrosa vacuna, sin embargo, tendríamos que preguntarnos: ¿en qué momento llegará verdaderamente al pueblo marginado?, ¿será gratuita para ellos?…

Yo estoy convencido de que las cosas pasan por algo, que el destino lo construimos nosotros, que una tragedia global como la actual nos mueve el piso a todos y nos obliga a cambiar de actitud y volver al verdadero humanismo, reconociendo el valor de la vida por sobre cualquier ideología que pretenda destruirla, reconociendo también su valor trascendente, pues, aunque limitada y corta, es la única vida que aquí en este pequeño planeta podemos gozar.

Solo la fe, fundamentada en la creencia en el Dios que es amor, nos permitirá acercarnos a la esperanza que no defrauda. Es por ello que, aún sabiendo que esta vida es pasajera y que la muerte es el destino final de todo viviente, estoy convencido de que no es el punto final, sino el comienzo de algo mejor. Pero eso significa que, hasta que ello ocurra, debemos honrar a todos nuestros seres queridos que ya partieron a la eternidad, viviendo nuestra vida en abundancia, en serenidad y en paz con nosotros mismos, con los demás y con Dios, tal como ellos nos enseñaron.

Respetemos su memoria luchando por la vida, haciendo de ella algo digno, algo un poco mejor de la que actualmente es. Ojalá que el nuevo año nos encuentre empeñados en esa lucha y poniendo en práctica todo lo aprendido como fruto de esta pandemia, sobre todo, aceptando esta fragilidad propia de la condición humana.

 

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Escrito por: Teodoro Cárdenas Negrete, Psicopedagogo y educador.

 

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