Eran cerca de las tres de la tarde y estábamos llegando a Alausí, provincia de Chimborazo. Mientras viajábamos en bus, miraba a través de una helada ventana, las altas y rocosas montañas, parte del paisaje andino del Ecuador.
No me considero la mejor viajera del mundo -sufro de estragos físicos y claustrofobia- pero disfruté al visitar los andes, su delicioso clima y escuchar un acento totalmente distinto. Viajar por el tren de los recuerdos y conocer la aclamada “Nariz del Diablo”, valen las seis horas de camino.
Bajé primera, no esperaba el momento de subir y vivir la aventura. La sorpresa fue inigualable, el tren ya no era el de antes. Ni antiguo, ni peligroso, ni con ventanas al aire libre, ni gente sentada en los techos como lo habían descrito mis padres. Era un tren del primer mundo, con aire acondicionado, asientos de cuero, mesas, servicio a la carta y un fondo musical de pasillos.
Mis expectativas fueron cambiadas, disfruté de cada minuto desde que subí a este tan renovado transporte. Aunque mi chip mental fue cambiado, en lugar de estar en actitud de sentir el peligro, me mantuve en una posición de confort y elegancia, pero con un toque de antigüedad y nacionalidad. La paz que sentía al mirar los altos paisajes a través de las ventanas nítidas del tren, me hacían sentir en el paraíso natural. Compañeros, risas, aprendizaje y biodiversidad, todo en conjunto.
Fue como volver al pasado, cuando el tren era el sinónimo del progreso de las naciones y donde miles de historias se desarrollaban alrededor de él; cuando las estaciones eran escenarios de bienvenidas afectuosa y de despedidas dolorosas.
En el momento de conocer a la famosa Nariz del Diablo, el guía explicó que esta montaña rocosa llevaba dicho nombre por los cientos de obreros que murieron durante la construcción de las rieles del tren. Ese defecto geográfico representaba la triste y cruel construcción del progreso. Para admirar el paisaje, decidí pedirle un deseo a la montaña, tal vez ella me escuchara y mi suerte y destino cambiara a favor de los tan anhelados sueños.
La parada final, en la estación de Sibambe, era la más prolongada. Este era el momento donde los viajeros podían degustar de un refrigerio, visitar museos especializados y presenciar varios espectáculos únicos en tan solo dos horas.
La costumbre local de recibir a los turistas con un baile folclórico presidido por las comunidades nativas, es majestuosa. No dudé en igualarme en ritmo, sazón y color de los lugareños hermanos andinos. Me siguieron en la cháchara algunos extranjeros desinhibidos, luego algunos guías de turismo, hasta que al final pude convencer a mis asustados colegas que se unan a vivir por única vez la magia del diverso folklore ecuatoriano.
Con una breve visita al museo, me encontré bajando las escaleras con una llama, para la cual cobraban un «dolarito» que incluía una foto típica con ella. Era tan creída y presuntuosa que nadie dudaba en incluir a la llama y a su dueño entre una las memorias más valiosas de esa aventura en las alturas.
Así fue mi paso por la Nariz del Diablo, que hoy guarda miles de secretos. Entre pasillos, naturaleza, cultura, historia y risas, delegué mis deseos y sueños transportados por el tren de los más multiétnicos recuerdos.
Por Nadia Díaz Bajaña
Estudiante de Comunicación UEES