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Hay muchas formas y razones para recorrer Italia. Pero esta ruta no es tan conocida y está llena de sorpresas y bellezas. Además de volcanes -Vesubio, Stromboli y Etna que continúan activos, están el propio Vulcano o el archipiélago de Eolias que salpica las aguas del Tirreno-, en el camino entre ellos se recorre la Costa Amalfitana, tal vez la más bella de Europa, se puede visitar Capri y se llega hasta Sicilia. Puede hacerse de muchas formas, por tierra, mar y aire, solo hay que elegir la más adecuada. Por tierra es aconsejable hacerla en moto, alquilando una Vespa, al más puro estilo italiano. Por aire contratando un paseo en globo aerostático con salida desde Salerno y observando, entre otras cosas, los majestuosos templos de Paetum. También en los alrededores del Etna hay propuestas para sobrevolar el volcán en globo.
Pero sin duda la mejor opción es por mar, eligiendo un crucero que transita las tranquilas aguas del Mediterráneo, pudiendo ver de cerca volcanes en islas como Strómboli, y también Lípari, Vulcano y el resto de las Islas Eolias, cruzar el estrecho de Mesina para acercarse al Etna en Sicilia, contemplar la Costa Amalfitana desde su mejor perspectiva o desintoxicarse en Capri del caos de Nápoles; y además olvidarse de hacer y deshacer maletas.

A la sombra del Vesubio

El inicio de la ruta es, naturalmente, Nápoles, pero no hay que entretenerse mucho en ella. La ciudad es algo sucia y muy caótica. Hay que pasear por sus atestadas calles, atreverse a entrar en el popular Quartieri Spagnoli, que sigue con la ropa tendida entre las casas, y encontrar un hueco para descubrir sus palacios, con su aire deliciosamente decadente; los museos, repletos de tesoros; las avenidas majestuosas a pesar de la basura en sus aceras, el barroco absoluto del teatro San Carlo, la altivez de sus castillos, sobre todo el Castel dell’Ovo, el misterio de sus catacumbas y pasadizos subterráneos y el majestuoso Vesubio al fondo vigilándolo todo.
Y si se quiere convivir con los napolitanos fuera de las pequeñas trattorías y osterías (nada de restaurantes, en Italia no se llaman así) donde comer una Pizza Margherita, creada en honor de la reina de Italia, Margarita de Saboya, o unos Spaghetti alla puttanesca (que como su nombre indica se preparaban rápidamente en los burdeles, entre un cliente y otro) y se bebe, si se encuentra, el raro Laycryma Christi, que utiliza una variedad de uvas de origen volcánico que solamente se encuentra en las laderas del Vesubio, hay que acercarse a la gigantesca Plaza del Plebiscito donde se encuentra el Palacio Real y la Biblioteca Nazionale Vittorio Emanuele III, y al paseo Spaccanapoli, en el corazón del casco histórico, que divide Nápoles en dos partes y es Patrimonio de la Humanidad, gracias a algunos de los mejores monumentos e iglesias de la ciudad.

Un descanso en la voluptuosa Capri

Antes de adentrarse en las nubes sulfurosas de los volcanes y en los efectos que algunos de ellos provocaron, vale la pena olvidarse del caos napolitano y tomarse un breve relajo en la voluptuosa isla de Capri, a menos de una hora en barco desde Nápoles. Capri es perfecta para descubrirla a pie –tampoco es fácil hacerlo de otra manera–, paseando entre los restos de las villas de los emperadores romanos y antiguas residencias de todos aquellos que se enamoraron de la isla entre los siglos XIX y XX. Su accidentada geología ofrece infinitos miradores sobre el mar que allá abajo baila entre cuevas, como la increíble Grotta Azzurra, y los grandes faraglioni que emergen del agua. Hay mucho que ver y disfrutar en Capri pero lo que pocos suelen hacer es subir a Anacapri, en la zona más elevada de la isla, y comprobar por qué este lugar cautivó a emperadores romanos, magnates y multitud de escritores y poetas. Uno de los más destacados fue el médico y escritor sueco Axel Munthe que creó la Villa San Michele (la historia de su creación es su obra literaria principal), en la que conserva estatuas y reliquias de la época romana encontradas por Munthe mientras excavaba sitios arqueológicos, no siempre de forma legal. Pero además de su fantástica colección, creó también un maravilloso jardín con muchas de las más de 850 especies botánicas que hay en la isla. Y consiguió gratis algunas de las mejores vistas de Capri.

Descubrir la historia entre ruinas

La ruta de los volcanes debe empezar, naturalmente, por el Vesubio, célebre por el destrozo que causó en el año 79 y todavía hoy considerado como uno de los más peligrosos del mundo ya que continúa activo y ha dado muestras de su ferocidad en casi cuarenta ocasiones, la última hace apenas 80 años, destruyendo buena parte de la ciudad de San Sebastiano. Aunque hay dudas sobre la fecha exacta de la erupción (el 24 de agosto –o el 24 de octubre según creen la mayoría de expertos–) se cree que, por casualidad, fue coincidiendo con la Vulcanalia, el festival del dios romano del fuego que debía estar cabreado porque la columna eruptiva, según los expertos, subió más de 32.000 metros de altura (los aviones vuelan a 9.000) y la nube de ceniza alcanzó una temperatura de 850°C. Pompeya fue redescubierta en 1748 durante el reinado del rey Carlos VII de Nápoles, mucho más conocido como Carlos III de España, cuando se iniciaron las excavaciones por el ingeniero español Roque Joaquín de Alcubierre, nacido en Zaragoza.
Los restos que se han rescatado en Pompeya, y en menor medida en Herculano, que no sufrió tanto, permiten conocer como un “laboratorio de la Historia”, cómo fue la vida cotidiana de una ciudad de provincias del Imperio Romano. En otras ciudades, al ir evolucionado, se ha ido construyendo sobre ellas, pero Pompeya permanece inalterada. Así, los historiadores y los turistas (se limita la entrada a 20.000 diarios) pueden ver sus numerosos frescos, incluyendo algunos eróticos que estaban en el burdel, aunque los mejores están en el Museo Arqueológico de Nápoles.

La más bella costa de Europa

Hablar de la Costa Amalfitana es agotar los calificativos, todos buenos, claro. El italiano Renato Fucini escribía en 1878 que “para los amalfitanos el día del Juicio Final sería como cualquier otro ya que vivían en el paraíso”. El morado de las buganvillas y el verde y amarillo de los limoneros parecen buscar el contraste de colores con el intenso azul del Tirreno, y la tierra que los acoge quiere penetrar en esas aguas como un balcón sobre el mar, abrazando pueblos costeros y villas majestuosas. La Unesco declaró en 1997 la Costa Amalfinata Patrimonio de la Humanidad “por su belleza, su biodiversidad natural y las obras arquitectónicas y artísticas que en ella se suceden”. No es fácil contemplar a primera vista todo eso porque la sinuosa carretera que traza toda la línea de la Costa Amalfitana, con el adecuado nombre de Nastro Azzuro (la Cinta Azul) y que los locales llaman el Sendiero degli Dei (Camino de los Dioses), apenas ofrece miradores abiertos a espléndidas vistas y los pocos que hay siempre están lleno de coches y turistas más madrugadores.
Hay que tomárselo con calma y, además de contemplar las panorámicas desde sus escarpados acantilados sobre el agua y ver sus diminutas bahías y terrazas plantadas de vides, olivos y cítricos o, mejor aún, desde el mar, hay que deambular por las estrechas y empinadas callejas de cada pueblo y sentarse a disfrutar de las vistas en alguna pequeña terraza mientras se toma un capuchino, una birra o, lo más apropiado, un limoncello.

Refugio de artistas

Pero para aislarse de los visitantes, lo mejor es acercarse, bordeando el litoral, al encantador pueblo de pescadores de Cetara, cuyo nombre en latín viene de almadraba. Precisamente por ello, es un lugar ideal para degustar el atún que se pesca en esta costa, elaborado en preparaciones diversas, acompañado por la colatura di alici, una salsa de anchoa en salazón, de gran tradición y antiguo origen. Todo lo contrario es la cercana Ravello, en la cima de unos acantilados, con la mirada puesta en el mar y rodeada de mansiones suntuosas y magníficos jardines con miradores. El compositor Richard Wagner fue uno de sus incondicionales y se dice que aquí ambientó su ópera Parsifal; cada verano se celebra un festival de música clásica, dedicado en parte al músico alemán. También el tenor Enrico Caruso se alojaba aquí con frecuencia y uno de los mejores hoteles lleva su nombre. No fue el único enamorado de Ravello, por aquí pasaron, y se quedaron un tiempo, Virginia Woolf, Paul Valéry, Graham Greene, Joan Miró, André Gide, Tennessee Williams, Rafael Alberti y Gore Vidal.
Y como en todas las ciudades y pueblos de la Costa Amalfitana, lo imprescindible es pasear por sus callejas que se estrechan hasta tocarse, disfrutar el bullicio en las terrazas, ver la ropa que cuelga de las ventanas, dejarse tentar por sus heladerías de mil sabores, tiendas de limoncello (que ahora también se hace de mandarina, naranja, melocotón, pomelo… y hasta de chocolate) con todo el sabor del sur italiano y atrapar un sol que parece desplomarse desde un cielo inmensamente azul. Y para hacer un descanso, elegir alguna de las muchas trattorias de la Via Lorenzo y descubrir los platos estrella de la ciudad: los scialatielli (un tipo de pasta parecido a los espaguetis pero más anchos y cortos) con marisco, o los tagliolini al limone amalfitano (otro tipo de pasta con salsa de limón).

La fuerza del Strombolli

Pero esta ruta trataba de volcanes, aunque la Costa Amalfitana bien merece un paréntesis. Está situada entre los tres más importantes y activos de Europa, el Vesubio por el norte, el Etna en el sur, en Sicilia, y casi enfrente, el Strómboli, tal vez el más bello de contemplar en el corazón de las islas Eolias que presenciaron la Odisea de Homero y que también son Patrimonio de la Humanidad, y donde la mitología griega situaba la morada del dios de los vientos Eolo (de ahí el nombre del archipiélago) y la fragua de Vulcano. Su visión es abrumadora en medio del mar, sobre todo al atardecer o por la noche, cuando su cumbre sus tres cumbres habría que decir– muestran su brillo rojo de lava y casi con puntualidad de relojero, cada 20 minutos produce una explosión y la lava discurre por la conocida como Sciara del Fuoco hasta el mar. Tal vez por eso se conoce como el faro del mar Tirreno. Es un espectáculo único desde un barco en el mar.

El Etna, punto y aparte… y final

En una ruta de volcanes no puede faltar el Etna, aunque haya que cruzar el estrecho de Messina para llegar a Sicilia. En medio de una gran variedad geológica y paisajística, entre zonas desérticas con rocas volcánicas y bosques densos y verdes, se alza su majestad el Etna, o Muncibbeddu en siciliano. Símbolo de Sicilia en el mundo, es el mayor volcán activo de Europa, y uno de los más altos, y está incluido en la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO desde 2013. El paisaje que lo rodea es una maravilla: desde la franja costera con vistas al mar Jónico hasta la campiña con sus huertos de cítricos y viñedos, pasando por densos bosques de castaños y robles hasta la naturaleza árida cerca de la cumbre. Sus cenizas, cráteres, cuevas y flujos de lava y la depresión del valle de Bove lo convierten en un destino privilegiado, un importante paisaje cultural y un centro estratégico de investigación internacional con una larga historia de influencia en la vulcanología, la geología y otras disciplinas de las ciencias de la Tierra. La Reserva Natural del Parque del Etna y el volcán se pueden explorar a lo largo de numerosos senderos naturales, ideales para disfrutar de un panorama inolvidable.

Pero sin duda la joya de la ciudad es el Teatro Griego de Taormina, edificado sobre una ladera que mira a poniente, los visitantes que acudan a admirar sus ruinas con el sol poniéndose entre los arcos del escenario con el Etna al fondo, o presenciar una obra de teatro durante los festivales que se realizan en los meses de verano, podrán disfrutar del mejor telón que Italia pueda ofrecer: la cumbre del Etna, nevada incluso en verano, siempre humeante, que vigila y advierte a actores y público de que nunca duerme.
Texto: Enrique Sancho
Fotos: Carmen Cespedosa y archivo
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