Por Mag. José Manuel Rodríguez Canales
Director Académico del Instituto para el Matrimonio y la Familia – http://roncuaz.blogspot.com/
Prometí escribir sobre las promesas de Dios que son el fundamento del discernimiento de espíritus. Y digo fundamento porque sin ellas este ejercicio se convierte en desconfianza y miedo, justamente por no fundarse en nada positivo. Se corre el riesgo de convertirse en un policía de la propia conciencia, en un obseso de la pureza, el ascetismo o víctima de una humildad fingida o, lo que no es ningún avance, terminar pateando el tablero y hundiéndose en la desesperanza y la fuga.
Lo que Dios nos promete es, ante todo, su Presencia en nuestras vidas y con ella una alegría que nada nos podrá quitar. La promesa tiene indudablemente un componente de futuro, pero diría que más de invisibilidad. Es decir, está ya cumplida en el presente pero no vemos su cumplimiento. Y no lo vemos porque somos criaturas y porque somos débiles y pecadores. Esta consideración es muy importante y nos llena de esperanza aún en los momentos más duros y difíciles que, sin perder su hondo dramatismo, se convierten en ocasión de abrazarnos a la cruz.
No es sana la desconfianza en uno mismo, si no es el resultado de la comparación interior con una gran confianza en Dios que nos dio ser quienes somos. Ignacio de Loyola expresaba este asunto con la descripción de los resultados que le producían las lecturas mundanas comparadas con las lecturas sobre Dios. Cito de memoria. Lo primero lo llenaba de un entusiasmo inicial para dejarlo luego desabrido y triste, lo que los viejos cristianos, siguiendo a San Pablo, llamaron tristitia mundi. En cambio, cuando consideraba las cosas de Dios sentía dolor y cierta aprensión inicial que terminaban en una gran paz.
Mirando las promesas, el cristiano se llena de confianza en Dios y ese hondo sentimiento interior se convierte en paz, una paz que es la de Cristo, una suerte de serenidad compasiva, de gozo doliente, de comprensión de anciano que no ha perdido la juventud y el entusiasmo, de libertad de corazón aún en medio de la esclavitud de las propias limitaciones, traiciones y torpezas, de pureza aún en medio de la miseria, de saciedad en medio del hambre, de fuego en el frío, consuelo en la pérdida, aire en el encierro, dignidad humilde en medio de las burlas del mundo.
Recuerdo siempre cómo André Frossard leía los mandamientos como dulces promesas en lugar de verlos como amargas obligaciones. Haga el ejercicio querido lector, imagine que Dios le promete amarlo sobre todas las cosas, tomar su Nombre en serio, santificar las fiestas, honrar a sus padres, ser amable, puro, veraz, generoso, limpio por fin de ambiciones tóxicas. Imagine y luego constate por la fe que no es una fantasía si no una hondísima realidad arraigada en su corazón y en el mío. Eso es lo que hace la gracia en nosotros.