Acepté el camino de la fe en soledad con un compromiso: amarle por mí y por él.
Conocí a mi marido hace 28 años. Éramos dos jóvenes de “veintipocos” años y nos enamoramos.
Yo, como creyente, llevaba tiempo pidiendo a Dios que me regalara a una persona que no me alejara de mis creencias. Y así ha sido. Nunca le pedí que fuera creyente, sino que no me separara de Él.
Antes de casarme reflexioné sobre el hecho de que él no fuera cristiano. Él aceptó casarse por la Iglesia y que nuestros futuros hijos fueran educados en el cristianismo (ahora tenemos tres, todos bautizados y con la Comunión).
Acepté esta cruz de vivir el camino de la fe en soledad dentro del matrimonio con el compromiso de amar a Dios por mí y por él.
A veces se hace difícil vivir la fe sola, cuando ves en misa parejas juntas, o al pensar en que no podemos rezar juntos, compartir esta intimidad de la oración,…
Pero todo eso lo ofrezco a Dios para que Él lo transforme en gracias para nuestra familia, para que revierta, junto con mi oración, en la transformación de los corazones de mi marido y mis hijos para que tengan la experiencia de Dios.
Me siento animada a seguir la voluntad de Dios y a ser quien lleve la luz de la fe a mi familia, un apostolado constante, y siempre rezando para que encuentren la fe.
Formar parte de una familia de creyentes y no creyentes hace que estemos más inmersos en el mundo, que tengamos muy cerca otro punto de vista, y en ella la libertad es respetada y las creencias también.
Dios también ha hecho que mi fe se haga más fuerte, pues ha puesto en mis manos esta gran misión y ha cumplido lo que le pedí al principio de este camino: que no me alejara de mis creencias.
Mi fe me hace confiar en Dios y en el momento que Él lo considere oportuno les tocará el corazón, pero necesita de mi oración para hacerlo. “Nada sin Ti, nada sin nosotros”.
Vía: Aleteia