Compartir:

Hoy, en este Día del Niño, no solo quiero celebrar su existencia, sino también agradecer lo que ellos han sembrado en mí. Cada uno, con su vida, su ternura, su fragilidad y su fuerza, me han enseñado lo que es “esencial”.

A medida que he acompañado la vida de algunos niños —especialmente la de mis propios hijos— me doy cuenta de que también ellos han sido mis grandes maestros. Me han enseñado con gestos simples, con preguntas inesperadas, con ternuras que desarman, con su mirada limpia, sin filtros ni dobleces.

  • Los niños no enseñan desde el discurso, sino desde el ejemplo. Desde su manera de ver el mundo, nos obligan a detenernos, a mirar de nuevo y a reconsiderar lo que dábamos por sentado. Me han enseñado a redescubrir la belleza de lo sencillo. Un atardecer, una flor, una piedra brillante, un animalito o una caja vacía pueden transformarse en aventuras, en maravillas, en juegos sin fin.
  • Mientras los adultos pasamos de largo, preocupados por lo que viene después, los niños nos enseñan a vivir el “ahora” con intensidad. Ellos no se detienen a pensar en lo que pasó ayer ni en lo que vendrá mañana, están anclados en el presente. No conocen otra forma de vivir. Para ellos, el momento presente lo es “todo”. Nos muestran que la vida no se construye solo con grandes logros, sino con pequeños instantes vividos plenamente.
  • Me han enseñado una capacidad inagotable de asombro y curiosidad. Los niños no temen preguntar, no temen parecer ignorantes. A través de sus preguntas me han hecho pensar en cosas que había dejado de cuestionar. Me han empujado a investigar, a responder con humildad cuando no sé algo. Con ellos aprendí que la sabiduría comienza por una pregunta honesta, y que no saberlo todo también es parte del camino. Gracias a ellos nunca dejo de aprender.
  • Me enseñan que el amor es desbordante. Los niños no aman por mérito, ni por conveniencia. Aman porque sí. No les importa si estamos cansados, si tenemos éxito o fracasos, si somos importantes o comunes. Un dibujo con trazos torpes, un abrazo apretado al llegar, una mirada llena de orgullo al verme… me hacen sentir que soy valiosa no por lo que hago, sino por lo que soy. Ese amor gratuito, incondicional, me revela una forma de amar más pura, más verdadera. Su corazón aún no conoce el veneno del orgullo ni la trampa del resentimiento. Un niño se enoja, llora, pero al poco tiempo vuelve a sonreír. No guarda rencor, no hace cálculos, no busca venganza. Su corazón es más ligero. Ellos me enseñan que perdonar es volver a amar, y que no hay amor verdadero sin perdón.
  • Me enseñan a orar con el corazón. Cuando los escucho rezar —a veces repitiendo palabras o frases que no entienden del todo— he descubierto que Dios también se conmueve con las oraciones torpes pero sinceras. Me han enseñado que orar no es decir las palabras correctas, sino hablar con el corazón. Ellos me han recordado que orar no es cumplir con una obligación, sino hablar con un Padre que nos ama. Que Dios no busca discursos perfectos, sino almas abiertas. Me han recordado que la fe verdadera no se complica: se vive.
  • Me enseñan a tener esperanza. En un mundo tan lleno de incertidumbre, los niños conservan la esperanza. Esperan con emoción la Navidad, su cumpleaños, la visita a los abuelos, el helado o juguete prometido… Y si algo no sale como querían, lloran, sí, pero pronto vuelven a esperar y a creer. No se resignan fácilmente. Confían en que algo bueno vendrá. ¡Qué necesaria es esa esperanza infantil en nuestros días!
  • Me enseñan a confiar. Un niño salta sin miedo a los brazos del padre o la madre. Cree, espera, confía. Su fe no se construye sobre certezas racionales, sino sobre el amor. Me han hecho pensar en mi relación con Dios y en su Providencia divina: ¿cuánto confío yo en Él? ¿me lanzo con la misma seguridad? ¿o vivo desconfiando, calculando, controlando todo?
  • Me enseñan a reír, con una alegría pura y espontánea. La risa de un niño es medicina. Es transparente, contagiosa, libre. Me han enseñado que reír no es una pérdida de tiempo, y que mi alegría debe ser más auténtica y menos condicionada por el solo éxito o el juicio ajeno.

Y al contemplar todo esto, resuenan en mí las Palabras de Jesús, que un día, viendo cómo intentaban apartar a los pequeños, proclamó con firmeza: “Dejad que los niños vengan a Mí, y no se lo impidáis; porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos” (Mt. 19,14). Y luego hizo algo aún más radical: “Los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos” (Mc 10,16).

Jesús no solo defendió a los niños: los puso como modelo. Les dio un lugar de honor en su Reino. Ese mensaje hoy resuena con fuerza, especialmente para nosotros, los padres. En medio de nuestras preocupaciones, Jesús nos llama a dejarnos enseñar por los más pequeños. Nos invita a detenernos, a escucharlos, a protegerlos, a formarlos con amor.

Y también hay una llamada muy clara para nosotros, los padres y madres: “No se lo impidáis”. ¡No impidamos a los niños acercarse a Jesús! No lo hagamos a través de nuestras ausencias, con nuestras incoherencias, con nuestra indiferencia espiritual. La fe de nuestros hijos no depende solo de lo que les decimos, sino —sobre todo— de cómo vivimos. Somos sus primeros testigos del amor de Dios.

Pidamos la gracia de mirar a los niños con ojos nuevos. Que sepamos aprender de ellos. Que nos atrevamos a mirar la vida con ojos de niño. Y que, como Jesús, los abracemos, los bendigamos y los dejemos venir a nosotros, porque ellos son, muchas veces, el rostro más puro del amor de Dios en el mundo. Ellos son semilla del Reino. Son tierra sagrada. Son don y tarea.

¿Y a ti, qué te han enseñado los niños últimamente? Tal vez, si te detienes a mirarlos con atención, descubras que, en su alegría, en sus lágrimas, en su fe, Dios mismo te está hablando.

Katherine Zambrano Yaguana,

Esposa y madre, Ph. D. en Educación.

Compartir: