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Como varios saben, trabajo de consejero familiar hace ya unos años. Un señor vino a verme porque se había peleado con su mujer. Escuchaba con atención sus argumentos, los hechos consignados cuidadosamente, su precisión para describir lo que sentía y su dolor en forma de indignación. Yo no podía hacer nada más que darle la razón, porque efectivamente la tenía. En justicia merecía ella un castigo y él una reparación. No detallaré quiénes ni qué ni cómo, pero lo veía ir directamente a la separación.

Fue entonces que se me ocurrió decirle esto:

Querido amigo, estás en una encrucijada de dos caminos: el de la justicia y el de la misericordia. El primero está claro, es relativamente fácil y te conduce directamente a destruir tu matrimonio y tu familia; el segundo en cambio es más complejo, probablemente duro y sin resultados aparentes e inmediatos, pero paradójicamente te llevará a la justicia que buscas”.

No había terminado de hablar cuando ocurrió una especie de milagro moral. Los ojos se le hicieron agua, trató de decir algo, pero se le habían acabado los argumentos. Le dije que se fuera y pensara en lo que acababa de decirle y para ser coherente con lo de la misericordia no le cobré la sesión.

El cuento viene a esto. Como muchas cosas que he dicho a otros, en verdad me la había dicho a mí mismo. Me puse a pensar de dónde había yo sacado la frase. Ciertamente algo bíblico hay en ella. Tengo memoria cristiana como cualquier bautizado.

No hay corazón infantil que acepte una explicación para esto porque simplemente es así: no se abandona a la gente.

Pero era más, brotaba de una especie de sueño infantil, de ingenuidad casi gemela de la inocencia, de un fondo de pureza que sé bien no es mío, es decir, es mío pero dado, gratuitamente entregado y torpemente recibido, algo que me decía que no se abandona a la gente, que no importan los errores que cometan, que hay que perdonar, que hay que vencer al bien con el mal, que hay que levantar a la gente que se cae, que hay que amarla, abrazarla, curarle las heridas, que la pobre gente que somos siempre tiene motivos que no ha visto, que ha sufrido, que a veces no es gente mala sino que no tiene tiempo. Pensé en lo terrible que debe ser decirle a un niño que papá no quiere ya a mamá y tener que llenarse la boca con esos clichés sobre las cosas de adultos que los niños no entienden porque en realidad son inentendibles. No hay corazón infantil que acepte una explicación para esto, porque simplemente es así: no se abandona a la gente.

Y así discurría, hasta que me encontré repitiendo las mismas palabras de Jesús en la cruz: “Perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y me di cuenta una vez más de que los humanos rara vez sabemos lo que hacemos.

Se me ocurrió así una figura materna y familiar: el mundo es como una cocina donde unos niños pequeños se han puesto a preparar un bizcocho: han sacado harina, azúcar, huevos, leche, polvo de hornear, han prendido el horno, no han calculado la temperatura, el bizcocho se ha quemado y todo está muy sucio. Entra la mamá, ¿qué hará? Lo que cualquier mamá hace: valorar la buena intención y ponerse a limpiar, comenzando por los niños.

Soy tonto, soy infantil, pero estoy convencido, infantilmente convencido, de que así es la Virgen y así es Jesús. Esa es aproximadamente su mirada a nuestras faltas por terribles que sean. Fue así que encontré el título de este post, porque la misericordia es efectivamente la mirada de María, exactamente la misma que la de su Hijo. Porque lo sabemos, en nada se parecen más madres e hijos que en los ojos. Tal vez fue así como miré a este amigo que buscaba justicia y se vio golpeado por la misericordia, exactamente como me pasa a mí casi todos los días.

Queridos amigos lectores: nunca abandonemos el afán de mirar con misericordia, nunca dejemos de pedir esta forma sublime de inteligencia. Y Dios nos dará la gracia, esta gracia, la más sublime de su inmenso corazón: la misericordia, el cristianismo más puro y cristalino, la más grande justicia. Y no temas pedir y pedir: Dios regala y nunca cobra.

 

 

Por José Manuel Rodríguez
Director Académico del Instituto para el Matrimonio y la Familia

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