Oscar Arnulfo Romero fue signo de contradicción en uno de los momentos más duros de América Latina. El Papa Francisco dio luz verde para su canonización.
Conocido por su radical defensa de los pobres en El Salvador de los años 70, monseñor Oscar Arnulfo Romero se enfrentó a la dictadura militar que gobernaba su país, que finalmente lo asesinó. Sin embargo, poco se conoce sobre la vida y pensamiento de este pastor de la Iglesia católica, signo de contradicción en uno de los momentos más duros de América Latina.
La mayor parte de su vida sacerdotal (1944 – 1967), Oscar Romero fue un párroco tradicional en San Miguel y dedicaba su vida a las misas, largas sesiones de confesionarios, catequesis, novenas, cofradías y clases de religión en colegios católicos. No había nada “revolucionario” en su proceder; de hecho, era amigo de la oligarquía salvadoreña quienes gobernaban el país con gran violencia y cinismo. El sacerdote se encontraba alejado y desinformado de la cruda realidad de su país y así se mantuvo entre 1967 a 1974, cuando fue nombrado obispo auxiliar de San Salvador. Su receta: “más piedad y oración y menos cantos de protesta social”, chocaba con la praxis de los sacerdotes más jóvenes, especialmente los jesuitas de la Universidad Centroamericana (UCA).
Defensor de su tierra
Con su postura conservadora, Romero fue nombrado Obispo de Santiago de María, una rica zona cafetalera y algodonera, en la que vivió tres años (1974-1977). Y aunque siguió siendo muy amigo de los ricos terratenientes, fue en aquel obispado donde comenzó a tomar alguna conciencia de la realidad social de su país, de la mísera situación de los trabajadores de los cafetales. En junio de 1975, un mes muy sangriento, un grupo de campesinos que regresaban de una celebración litúrgica, fue ametrallado, premeditadamente, por la Guardia Nacional en el cantón Las Tres Calles. El gobierno lo justificó, alegando que portaban armas subversivas. Sus únicas armas eran sus biblias. Monseñor Romero consoló a los familiares de las víctimas; pero no condenó públicamente la masacre, desoyendo el clamor popular. Se limitó a enviar una carta de queja al presidente Molina, su amigo.
Su tibia reacción en la condena, hizo creer al gobierno y a la oligarquía que Romero era un obispo a su medida, que no interfería en su lucha contra la Teología de la Liberación, a la que acusaban de marxista. De forma que el gobierno y las clases adineradas, dieron su aprobación al nuncio apostólico para nombrar a Romero arzobispo de la capital, San Salvador.
A los 15 días de recibir el cargo, se produjo uno de los fraudes electorales más burdos de la historia salvadoreña, que dio la victoria al partido de los militares, y acto seguido se cometió una masacre en el centro de la capital, San Salvador, contra un pueblo que reivindicaba justicia. Un mes después, los paramilitares o escuadrones de la muerte, pagados por los terratenientes, asesinaban al jesuita Rutilio Grande, el más prestigioso de los sacerdotes salvadoreños de aquel entonces. Es a partir de este acontecimiento, cuando monseñor Romero comenzó su conversión.
Para reprobar aquel vil asesinato, que afectaba a todos los católicos, los sacerdotes, religiosos y religiosas, decidieron en asamblea no tomar parte en los actos públicos del gobierno (hasta que éste no aclarara aquel asesinato) y convocar a una gran Misa en la catedral, única para toda la arquidiócesis, eximiendo de la Misa dominical en las parroquias. Dejaban, por supuesto, la decisión final en manos de su arzobispo. Monseñor Romero decidió sumarse: era la oportunidad para sellar la unidad del clero.
Pero, tenía que informarle al nuncio y recibió de éste una dura reprimenda. Sus amigos católicos de la alta sociedad también intentaron disuadirlo. Ante su firme decisión, protestaron por verse privados del cumplimiento del precepto dominical. La Eucaristía reunió a casi 100.000 salvadoreños, llegados de todos los rincones del país. El nuncio, para no verse comprometido, se ausentó a Guatemala. Monseñor Romero había optado, en conciencia, por estar al lado de sus curas y del pueblo sin voz, antes que agradar al nuncio y a los poderosos.
Sin embargo, Romero no era un cura revolucionario; nunca se dejó influenciar por el marxismo. Su aproximación a la Teología de la Liberación iba en la línea del Cardenal Eduardo Pironio, cuyo pensamiento también tuvo gran influencia sobre el actual Papa Francisco. Así mismo, recurría a los Padres de la Iglesia como fuente de inspiración, entre ellos: San Basilio, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo y a San Agustín.
Encuentros con Juan Pablo II
Fiel a la jerarquía, Romero viajó en mayo de 1979 a Roma, para denunciar ante Juan Pablo II las atroces violaciones a la dignidad humana que se daban en su país. Llevó un dossier cargado de evidencias, incluyendo el reciente asesinato del sacerdote Octavio Ortiz y cuatro jóvenes menores de 15 años que participaban de un cursillo de iniciación cristiana. Sin embargo, algunos miembros de la Iglesia habían hecho llegar informes muy negativos sobre Romero, donde lo acusaban de marxista. El Papa le respondió: “No me traiga muchas hojas, que no tengo tiempo de leerlas… Y debe esforzarse por lograr una mejor relación con el gobierno de su país”. Se cuenta que Romero salió llorando.
En enero de 1980, monseñor Romero tuvo su segundo encuentro con Juan Pablo II, mucho más cálido. El Papa lo felicitó por su defensa de la justicia social, pero advirtiéndole de los peligros de un marxismo incrustado en el pueblo cristiano. Romero, con su habitual espíritu de obediencia, le respondió que el anticomunismo de las derechas no defendía a la religión, sino al capitalismo.
La muerte de monseñor Romero
Un día antes de su muerte, Romero hizo un llamado enérgico al ejército salvadoreño para que desobedecieran la orden de matar de sus superiores, pues Dios había mandado “no matar”. El gobierno calificó esas palabras como subversivas. El lunes 24 de marzo de 1980 monseñor Romero fue asesinado cuando oficiaba una Misa en la capilla del hospital de la Divina Providencia. Un disparo hecho por un francotirador impactó en su corazón, momentos antes de la Sagrada Consagración.
Después de largas investigaciones se determinó que la orden para cometer el crimen la realizó el mayor Roberto d’Aubuisson, creador de los escuadrones de la muerte y fundador del partido de derecha ARENA. Irónicamente muchos partidarios de ARENA se autodefinen como católicos e incluso en su bandera tienen una gran cruz blanca. Los “buenos católicos” mataron a un santo creyéndolo comunista. La muerte del religioso nunca fue a juicio por una Ley de Amnistía emitida en 1993 por el presidente Alfredo Cristiani, también del partido ARENA.
Mártir de la Iglesia Católica
El 24 de marzo de 1990 se dio inicio a la causa de canonización de monseñor Romero, la cual tuvo mucha resistencia pues la derecha política, los embajadores salvadoreños ante la Santa Sede y algunos cardenales acusaban a Romero de “estar desequilibrado” y de “ser comunista”. El 3 de febrero de 2015 el Papa Francisco autorizó la promulgación del decreto de la Congregación para las Causas de los Santos que declaró a Óscar Romero mártir de la Iglesia, asesinado por “odio a la fe”. ¡Este pastor no defendió una ideología sino el Evangelio! Tuvo una fe comprometida con los más débiles, que denunciaba sin temor las injusticias y anunciaba el Reino de Dios. Fue la voz de los que no tienen voz, profeta de la justicia, como quedaría plasmada la misión de los obispos en el mundo actual en la Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores Gregis muchos años después.
Por: José Miguel Yturralde Torres
Consultor de Responsabilidad Corporativa
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