“Odiar el error y amar al pecador” es un hermano siamés de principio cristiano de “devolver el bien por mal”.
Lamentablemente, parece ser más común lo diametralmente opuesto: amar el error y odiar al pecador. Uno podría preguntarse ¿cómo podría alguien amar el error? Pues antes que nada, no debe reconocerlo como tal, hacerse ciego y afirmarse en creer que la oscuridad es la luz. Jesús se lo dice con meridiana claridad a los fariseos: “porque dicen ´vemos´ su pecado permanece” (Jn 9,41).
Este amor torcido es lo que le permite a este ciego voluntario y apasionado odiar al pecador, por eso se permite decir: “esa turba, ignorante de la Ley son unos malditos” (Jn 7,49). Con esta actitud, todo el que no esté de acuerdo con él y con la Ley -que al final identifica con su propia posición de juez-, abandona toda evangelización y se dedica al proselitismo que tan duramente critica el Papa Francisco. El fariseo renuncia a enseñar la verdad, solo condena a quien no la conoce.
El pecador que está en el error es odiado con el error mismo, insultado y denigrado al punto que termina por hacerse más malo, se reafirma en el error y el pecado por no ser tratado con misericordia.
Se le devuelve mal por mal, insulto por insulto, difamación por difamación. Ese es exactamente el concepto de escándalo en el Evangelio. Ni siquiera lo cuestionamos, ya está condenado de antemano: es un tipo malo y punto; merece por lo tanto el descrédito y la “maldición”. El resto es estrategia y espionaje. Al abandonar el apostolado que siempre comienza con la misericordia y la sana tolerancia (que por definición es tolerancia del error buscando su enmienda), el fariseo lo reemplaza por el proselitismo y se rodea así de esbirrros iguales o peores que él, personas de posiciones más duras que le permiten una cómoda postura de “perdonavidas” y falsa serenidad. Puede, incluso, darse el lujo de fingirse moderado y comprensivo sin serlo. Toda una gran patraña de justicia que hace absolutamente comprensible la ira de Jesucristo: “¡Ay de ustedes sepulcros blanqueados!” (Mt 23,27).
Solo Dios, nuestro Señor, puede librarnos de estas cosas porque él ama infinitamente al pecador y justamente por eso odia el error que le hace daño. Y bueno, como casi todo en la vida cristiana, es un aprendizaje que no se obtiene sin un profundo dolor. Sereno y alegre, pero dolor de los grandes.