El martirio de Juan, “el hombre más grande nacido de mujer” según Jesús, es un gran testimonio: la vida tiene valor sólo al darla a los demás “en el amor, en la verdad, en la vida cotidiana, en la familia”.
Un relato con cuatro personajes, que el Papa invitó a mirar “abriendo el corazón” para que el Señor nos hable: el rey Herodes “corrupto e indeciso”, Herodías, la mujer del hermano del rey, que “sabía solo odiar”, Salomé, “la bailarina vanidosa”, y “el profeta decapitado solo en la celda”. Un relato que Francisco describe empezando por el final, con los discípulos de Juan que piden el cuerpo del profeta y lo colocan en un sepulcro.
“El más grande termina así – comentó el Pontífice – “Pero Juan lo sabía, sabía que tenía que anonadarse”. Lo había dicho al principio, hablando de Jesús: “Él tiene que crecer, yo en cambio disminuir”. Y él “disminuyó hasta la muerte”. Fue, prosigue el Papa Francisco, el precursor, el anunciador de Jesús, que dijo “No soy yo, es este” el Mesías. “Lo hizo ver a los primeros discípulos – recuerda el Papa – y después su luz se apaga poco a poco, hasta la oscuridad de esa celda, en la cárcel, donde, estando solo, fue decapitado”.
El martirio es un servicio, un misterio, un don
Pero ¿por qué sucedió esto? Se pregunta Francisco. “La vida de los mártires no es fácil de contar – explica – El martirio es un servicio, es un misterio, es un don de la vida muy especial y muy grande”. Y al final las cosas concluyen violentamente, a causa de “actitudes humanas que llevan a quitarle la vida a un cristiano, a una persona honrada, y a hacerla mártir”.
Por tanto el Pontífice analiza las actitudes de los tres personajes protagonistas del martirio. El rey, sobre todo, que “creía que Juan era un profeta”, “lo escucha de buen grado”, en cierto sentido “lo protegía”, pero lo tenía en la cárcel. Estaba indeciso, porque Juan le “echaba en cara su pecado”, el adulterio. En el profeta, explica el Papa Francisco, Herodes “oía la voz de Dios que le decía: ‘Cambia de vida’, pero no lo lograba. El rey era corrupto, y de donde hay corrupción es muy difícil salir”. Un corrupto que “buscaba hacer equilibrios diplomáticos” entre la propia vida, no solo adúltera, sino también llena “de muchas injusticias que cometía”, y la conciencia de la “santidad del profeta que tenía delante”. Y no lograba deshacer el nudo.
Después el Papa describe a Herodías, la mujer del hermano del rey, asesinado por Herodes para tenerla. El Evangelio dice de ella solo que “odiaba” a Juan porque hablaba claro. “Y sabemos que el odio es capaz de todo – comenta Francisco – es una fuerza grande. El odio es la respiración de Satanás. Pensemos que él no sabe amar, no puede amar. Su ‘amor’ es el odio. Y esta mujer tenía el espíritu satánico del odio”, que destruye.
Finalmente, el tercer personaje, la hija de Herodías, Salomé, buena en bailar, “que gustó mucho a los comensales, al rey”. Herodes, en ese entusiasmo, prometió a la chica “Te lo daré todo”. “Usa las mismas palabras – recuerda el Pontífice – que usó Satanás para tentar a Jesús. ‘Si me adoras te lo daré todo, todo el reino’”. Pero Herodes no podía saberlo.
Detrás de estos personajes está Satanás, sembrador de odio en la mujer, sembrador de vanidad en la joven, sembrador de corrupción en el rey. Y el ”hombre más grande nacido de mujer” acabó solo, en una celda oscura de la cárcel, por el capricho de una bailarina vanidosa, el odio de una mujer diabólica, y la corrupción de un rey indeciso. Es un mártir, que dejó que su vida fuese cada vez menos, menos, menos, para dejar sitio al Mesías.
El testimonio de un gran hombre y gran santo
Juan muere allí en la celda, en el anonimato, “como tantos mártires nuestros” comenta con amargura el Papa Francisco. El evangelio dice solo que “los discípulos fueron a tomar el cadáver para darle sepultura”. Todos pensamos, añade el Papa, que este “es un gran testimonio, de un gran hombre, de un gran santo”.
La vida tiene valor sólo al darla, al darla en el amor, en la verdad, al darla a los demás, en la vida cotidiana, en la familia. Siempre darla. Si alguien se tiene la vida para sí, para guardarla, como el rey en su corrupción, o la señora con el odio, o la joven, con su propia vanidad – un poco adolescente, inconsciente – la vida muere, la vida acaba marchita, no sirve.
Juan, concluye Francisco, dio su vida: “yo en cambio tengo que disminuir para que Él sea escuchado, sea visto, para que Él se manifieste, el Señor”.
Solo les aconsejo que no piensen mucho en esto, pero que recuerden la imagen, los cuatro personajes: el rey corrupto, la señora que sólo sabía odiar, la chica vanidosa que no tiene conciencia de nada, y el profeta decapitado solo en la celda. Mirar eso, y que cada uno abra el corazón para que el Señor le hable de esto.
Vía Ateleia