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En casa, la comida de los gatos se coloca en un recipiente rodeado por un anillo de agua, como los fosos que protegían los castillos medievales.

Todo está elevado en un mueble, para evitar guerras inter-especies entre perros y gatos.

Unas hormigas minúsculas, de andar agitado, aparecen de pronto. Exploran con sus antenas, y al poco tiempo, una legión logra cruzar la barrera y acabar con la comida. Observamos. “Aprendieron a nadar”, dice Tatiana. “No”, le contesto, “usan cualquier cosa como puente”. Los pelos de gato flotan y se vuelven canoas. El calor evapora el agua, esperan con parsimonia y cruzan el foso seco, como los judíos saliendo de Egipto.

Y nosotros, que nos creemos el centro del universo, convertimos esta frágil casa común en escenario de guerras, exclusión y catástrofes.

Perseguimos poder, prestigio y dinero, y encima nos proclamamos los reyes de la creación.

Estamos en un punto de quiebre.

Este momento —con su carga de violencia, incertidumbre y desarraigo— nos obliga a elegir.

La historia muestra que nuestra evolución no ha sido solo cuestión de tecnología o fuerza. Fue la palabra y la pertenencia lo que nos transformó. Cada salto evolutivo fue también un salto espiritual. Hoy, de nuevo, estamos llamados a dar ese salto.

¿No será tiempo de preguntarnos si el modelo humano en que vivimos está agotado?

La democracia, las organizaciones internacionales, parecen trajes viejos puestos sobre cuerpos nuevos. Las redes, la inteligencia artificial, la velocidad y la eficacia sin esfuerzo conviven con el miedo al otro, que la globalidad contradice todos los días: epidemias que no reconocen fronteras, decisiones lejanas que repercuten en nuestras vidas.

¿Podremos aprender algo de las hormigas? Ellas no dominan, se adaptan y se cuidan.

Porque si no cambiamos, será la estupidez —no la inteligencia— la que nos lleve a la extinción.

Ya no se trata solo de pobreza o violencia. Es un quiebre ético: la pérdida del sentido colectivo.

Nos insultamos en redes sociales, negamos la ciencia, deshumanizamos al migrante, convertimos la política en espectáculo y el planeta en mercancía. Blindamos puertas y fronteras buscando seguridad, sin ver que el miedo se cuela por dentro.

Somos eficientes, pero olvidamos que lo que más cura es una escucha profunda, un gesto compasivo, un lazo humano.

Quizás no se trata de ser los reyes de la creación, sino los guardianes de la vida. Y eso empieza por reconocer que no estamos solos, que no somos superiores, que este planeta no es campo de batalla.

Es posible pasar de la humanidad herida a una humanidad consciente. Capaz de incluir sin aplastar, de escuchar sin dominar, de cuidar sin controlar.

Lo nuevo nace del asombro. De lo que podemos construir juntos. ¿Podremos dar ese salto? ¿Podremos rebotar cuando hemos tocado fondo?

Tomado de El Universo

Por Nelsa Curbelo

nelsalibertadcurbelo@gmail.com

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