Una historia real que que vale la pena conocer y compartir… Paúl Cuadrado: el “ángel de la guarda” que cuidó de una comunidad entera.
Con tan solo 18 años, Paúl Cuadrado asumió la responsabilidad de velar por el bienestar de toda una comunidad que se contagió de coranavirus. Este joven, que cumplía su año de voluntariado, se convirtió en el “ángel de la guarda” de los sacerdotes de la comunidad San Juan Bosco de Guayaquil, quienes en su mayoría son adultos mayores. Su labor fue clave para que ahora, la mayoría de ellos, sigan con vida.
“Los salesianos me dijeron que gracias a mí están vivos y yo les respondí que fue Dios quien me puso ahí para que ellos estén bien. Fui un instrumento de Dios en esa situación”, comenta este joven oriundo de la ciudad de Riobamba, quien en un inicio no quiso ir a Guayaquil porque no le agrada el calor de la Costa; pero, tras lo sucedido, entendió la misión que el Señor tenía preparara para él.
Esta experiencia, que marcó su vida, inició el 19 de marzo, cuando todos se confinaron en sus habitaciones porque uno de ellos presentó síntomas relacionados al coronavirus. Tras nueve días de aislamiento, surgieron los primeros inconvenientes. La persona encargada de la cocina no llegó y no tenían que comer.
Todos continuaron en sus dormitorios, a excepción de Paúl. Él se convirtió, a partir de ese día, en la única persona en movilizarse al interior de la casa y tener contacto con los demás. Y lo primero que hizo fue preparar el desayuno y repartirles a todos.
Durante el tiempo que duró la crisis, él siempre dio una mano en la preparación de los alimentos, en las labores de limpieza, y hasta en el lavado de ropa, pues no se conseguían reemplazos para cumplir con estas labores. Fue una pieza clave porque era el único que podía dar indicaciones a las nuevas personas que llegaban y no sabían qué actividades debían hacer. Sin la presencia de Paúl, la comunidad hubiera colapsado al poco tiempo.
También recuerda que tuvo que aprender a leer un kardex, documento donde constan las medicinas que toma un paciente y sus respectivos horarios. El personal de enfermería fue aislado por presentar signos como fiebre y él tuvo que ayudar a las nuevas personas que llegaban a cumplir con esta labor.
La odisea de conseguir medicamentos
Un segundo inconveniente surgió cuando comenzaron a terminarse las medicinas que toman continuamente los padres, relacionadas a dolencias como la diabetes, hipertensión, entre otras. Entonces, no lo quedó otra alternativa más que ir en búsqueda de estos porque la vida de los padres corría peligro.
“Salí de la comunidad a los 20 días y la ciudad era un caos total. Fui a comprar a la farmacia de una clínica cercana, y miraba como la gente salía gritando y llorando por la muerte de un familiar. A pesar de toda la situación, conseguí lo que se necesitaba y fue una tranquilidad para todos”.
Pocos días después, llegaron las pruebas rápidas y se confirmaron las sospechas: todos estaban contagiados de coronavirus. Ahora, la prioridad era conseguir medicinas para tratar la COVID-19, y la odisea era mayor, pues había escasez de estos productos y la demanda era alta. “Salí a las 7 de la mañana con todas las protecciones posibles y me tocó esperar cinco horas para ser atendido. Aunque no conseguí lo que nos había recetado el médico porque esos medicamentos se habían terminado, pude comprar algo que ayudar a los padres”.
El tiempo pasaba y el panorama no era alentador. A inicios de abril, la salud de todos decayó y Paúl tuvo miedo por la vida de todos. En ese momento se quebró emocionalmente y en su mente dijo: se hizo lo que se pudo. Mientras pasaba por la cocina, la persona que preparaba los alimentos le dijo: “ánimo joven, los padres necesitan de usted”. Estas palabras levantaron su ánimo y retomó fuerzas para seguir atendiendo a todos.
La muerte de dos salesianos
El primer golpe emocional para Paúl, llegó con el deceso del padre Jorge Bustamante. Se enteró de la noticia, mientras le llevaba el desayuno como todos los días. Al ingresar en su habitación, lo encontró envuelto en una sábana. Su deceso se produjo en el momento más crítico de la ciudad de Guayaquil, donde los servicios funerarios habían colapsado por la inusitada cantidad de defunciones en la ciudad.
La funeraria llegó, pero únicamente hicieron la formolización del cadáver y comunicaron regresaban al siguiente día para llevarse el féretro, pero no ocurrió. Pasaron cuatro días, hasta que llegó una sola persona para cumplir con esta labor. Entonces, junto a otras personas, ayudó a cargar el cuerpo hasta la carroza. Jamás se le cruzó por la cabeza que tendría que hacer esta actividad, pero nadie más que él y los enfermeros estaban en el lugar.
“Nunca me imaginé estar en una situación como esta, en el 2017 tuve la experiencia de la muerte de mi abuelito y yo decía que era muy cobarde para las muertes. Pero no tenía otra opción, más que sacar fuerza de voluntad”.
Semanas más tarde, falleció otro salesiano. El momento de partir a la casa de Dios había llegado para el padre Néstor Tapia. En los días previos a su muerte, el único nombre que recordaba era el de Paúl. Tenían una relación cercana y estuvo junto a él cuando dejó de respirar.
Fue el responsable de comunicarle la noticia al padre Director, que seguía en aislamiento obligatorio, y luego regresó para vestirle al padre Néstor con la ropa que más le gustaba y lo tuvo listo cuando llegó la funeraria. En este caso, llegaron a las pocas horas y se llevaron el cuerpo.
Ese fue el segundo golpe emocional que recibió. Luego del almuerzo, se encerró en su habitación y recordó a los dos salesianos fallecidos, a su familia y lloró por varios minutos. Pero no tenía tiempo de lamentarse, los padres ya lo llamaban para que atienda sus necesidades.
Una vivencia que fortaleció su vocación salesiana
Fueron varias jornadas agotadoras las que vivió. Hubo días en que descansó tres o cuatro horas al día. Mientras se dirigía a las habitaciones, miraba al cielo y le pedía fuerzas a Dios para no desmayar. Entonces, llegó la Semana Santa y fue un bálsamo para la salud de los padres. Paúl se ingenió para que ellos miren la eucaristía por su celular o televisor, y eso les levantó el ánimo.
La recuperación fue tal, que el 24 de mayo, fiesta de María Auxiliadora, pudieron reunirse en el comedor, almorzar juntos, pero con el debido distanciamiento. La última vez que habían compartido un momento similar, había sido el 17 de marzo. La alegría en sus rostros era evidente, tras más de dos meses de estar encerrados.
El 6 de junio, día del onomástico del coadjutor Ángelo Robusti, la comunidad se volvió a juntar para celebrar el don de la vida de un hermano, compartir anécdotas del encierro y dar gracias a Dios porque habían superado la enfermedad. No obstante, también hubo un momento de tristeza y nostalgia por los compañeros de misión que ya no estaban con ellos.
A partir de ese momento, la vida comunitaria fue retornando a la normalidad, pues se comenzaron a reunir todos para los momentos de oración, y la celebración de la misa. Los momentos más duros habían quedado atrás y todos agradecían a Paúl por ser su protector.
Seguir los pasos de Don Bosco
Tras finalizar su voluntariado, se dio cuenta que esta experiencia dejó huellas en su corazón y fue determinante para el rumbo de su vida. “Mi inquietud vocacional no era tan fuerte cuando llegué. A raíz de la pandemia, le tomé mucho cariño a la comunidad, por el coraje y la garra que tuvieron para salir adelante, especialmente en la etapa post COVID. Mis miedos y mis dudas se fueron clarificando cuando sentí que ellos eran mi familia y tomé la decisión de seguir sus pasos”.
Ahora se prepara para seguir los mismos pasos de Don Bosco. Hace pocas semanas inició la etapa del aspirantado en la comunidad del prenoviciado y está feliz porque este llamado de Dios le permitirá seguir sirviendo a los demás, así como lo hizo en Guayaquil y cuyo paso será recordado por mucho tiempo.
Fuente: ANS, Agenzia Info Salesiana.
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