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La Confesión y la Eucaristía tienen dos efectos en nuestras vidas: sanar nuestro corazón (perdonar) y el de la persona que nos ofendió.

Perdonar es liberador…. Nuestro Señor Jesucristo vivió -como hombre- los mismos sentimientos, emociones, contrariedades y alegrías que puede tener cualquiera de nosotros, y fue real, no una mera apariencia, como sostenía el docetismo de los primeros siglos del cristianismo, en los que algunos herejes creían que todos los sufrimientos del Señor en la cruz, habían sido una ilusión.

Nada más lejos de la verdad. Cristo, como segunda persona de la Santísima Trinidad, vino al mundo encarnándose en el vientre purísimo de la santísima Virgen María y, como los niños de su edad, sintió hambre, frío, calor, amor, ternura. Su experiencia fue tal que San Pablo dice de él que «fue sometido a las mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado» (Heb 4, 15).

 

 

Vivir con heridas abiertas

«Y por haber experimentado personalmente la prueba y el sufrimiento, él puede ayudar a aquellos que están sometidos a la prueba» (Heb 2, 18).

Si fuera imposible perdonar Jesús nunca nos hubiera pedido que lo hiciéramos. Por los evangelios sabemos que también a Él lo ofendieron mucho, basta recordar a los fariseos levantándole falsos y provocando escenas para llevarlo, finalmente, a la muerte en la cruz. Sin embargo, en el suplicio final, el Señor pidió al Padre que los perdonara porque no sabían lo que hacían (Lc 23, 34).

De la misma manera debemos aprender a perdonar, porque es seguro que cuando guardamos rencores añejos, nos sentimos nuevamente heridos al recordarlos, y resulta que quizá el que nos ofendió ni se acuerda de lo que nos hizo. Por eso, quien sale perdiendo es el mismo que se siente tan ofendido que abre la herida una y otra vez, sin permitirle sanar.

 

 

El perdón libera

La experiencia nos dice que cuando soltamos algo que nos daña, nos sentimos ligeros y aliviados, como cuando cargamos una mochila pesada sobre los hombros durante un trayecto largo, y es tanto lo que nos estorba, que nos lastima el cuerpo y nada más estamos esperando el momento de llegar al destino para echarla lejos y por fin descansar.

Lo mismo ocurre con la carga del rencor.

Pero ¿cómo lograr deshacerse del rencor? El mismo Señor Jesús nos da la receta: perdonar como Dios nos perdona. Suena fácil y lo es, si nos aplicamos en incluir en nuestras oraciones a esa persona que, como nosotros, tiene defectos, virtudes y es hijo de Dios. Ni más ni menos, pues seguramente nosotros también hemos ofendido a otras personas y ni siquiera somos conscientes de eso.

 

 

Pedir a Dios por el ofensor

Puede ser que el daño haya sido tan grave que pensar siquiera en el agresor nos cueste mucho. Quizá es alguien que mató a alguna persona querida o que nos provocó daños corporales y mentales severos. La sola idea de evocarlo nos horroriza, pero ahí es donde actúa el poder sanador de Dios. Abandonarse a Él y pedirle ayuda para perdonar es el primer paso. De lo demás se encargará Él.

Por eso, orar, frecuentar los sacramentos de la Confesión y la Eucaristía tendrá dos efectos: sanar nuestro corazón y el de la persona que nos ofendió. Dios obra milagros y llegará el momento en que se dé la reconciliación.

Tal vez no lo veamos, pero sentiremos tranquilidad y podremos vivir libres de ese peso logrando, por fin, aliviar las penas de nuestro corazón.

¡Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor! (Salmo 34, 9).

 

 

Escrito por: Mónica Muñoz, vía Aleteia.

 

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