¿Dónde se inicia la experiencia de Dios? En la familia", se suele decir... Pero más que eso, empieza en el rostro de los padres y en el rostro de los esposos.
El primer vestigio del amor del Señor, sus primeras facciones, inician justo cuando el bebé es abrazado y acariciado por aquellos que le engendraron y hoy le aman con la ternura de su corazón, pero también en aquella unión sacramental por la que el hombre y la mujer se eligen mutuamente para donar su vida en libertad y convertirse en un solo corazón y una sola alma. Si esto es verdad, deberíamos concluir que desfigurar el rostro de la familia es desfigurar el rostro de Dios. Una mala experiencia paterno-materna o esponsal darán al traste con la posibilidad de una oportuna y sana vivencia del amor del Creador.
Aquella palabra tan repetida en la Sagrada Escritura y afianzada por Jesús, quien llama a Dios Abbà (Padre), es la que permite descubrir una primera relación con él. Es imposible no relacionar a nuestro padre terreno con el Padre del cielo al punto de ser esquivos ante una nueva paternidad cuando la primera ha sido tan frustrante.
Ahora bien, no podemos ser ajenos también al conocimiento del enorme ataque que la paternidad sufre en el mundo entero, y con ella la familia, de tal manera que, cuando creíamos tener seguridad de lo que ella constituía, ahora no lo es tanto, con lo que podríamos sacar como primera conclusión que destruir la familia es desfigurar el rostro de Dios sobre la tierra. Esto, como consecuencia, hace que el hombre vaya siendo socavado en sus cimientos existenciales y desconozca quién es él mismo y quién es Dios.
La experiencia de la paternidad de Dios está arraigada en el seno de la familia. Esto trae como consecuencia que al sufrir semejantes atentados contra su estructura, la evangelización se haga mucho más difícil y sensible y tengamos incluso que buscar procesos de sanación interior de las experiencias paternas frustradas para poder hallarlo no como «un padre» sino como «El Padre».
Pero no podemos olvidar además que la familia empieza en el matrimonio, sea cristiano o no, y que otra de las figuras que la Sagrada Escritura presenta del rostro de Dios es el de Esposo. Pero también ella hoy se ve fuertemente atacada por quienes creen que esto es un simple formalismo documental que no tiene importancia cuando el amor libre es lo único que cuenta.
De esta manera, Dios como Esposo y como Padre no deja de ser más que una analogía desdibujada en el que ya no hay firmeza en la unión conyugal y en donde se puede ser «padre» sin serlo cuando hemos «fabricado» hijos a nuestro gusto desde una posible manipulación genética y sin la vinculación directa del ejercicio de la sexualidad sino por la sola fecundación in vitro.
¿Pero de dónde surge ese ataque a la familia? ¿Por qué los estados han legislado incluso en contra suya? No puedo dejar de pensar en una orquestación del Maligno que ha sabido desde siempre que destruir la familia es destruir el proyecto de Dios sobre la tierra y que es el camino más certero para destruir al hombre, su gran objetivo.
Aquí no se trata de satanizar en modo alguno tendencias humanas sino de penetrar el plan del Enemigo que envenena directamente aquel modelo humano que representa de modo adecuado la convivencia intra-trinitaria, por ser Dios en sí mismo una familia de amor.
Devastar la experiencia familiar es ir al corazón de la imagen y semejanza que el hombre tiene con el Creador que es es Padre, Hijo y Espíritu. Así, cada día le será más difícil vivir la experiencia del rostro de Dios y le será complicado reconocerlo en el seno de su propia casa.
Satanás existe, lo creo profundamente y veo su obra, los destellos de su maleficencia y la siembra de su cizaña en medio de los campos de trigo del Señor. No le interesa armar nuevos modelos de familia, simplemente quiere destruir aquella que pueda permitir conocer la existencia de un Dios que ama, que salva y que se deja experimentar entre esposos que se aman y aman a sus hijos.
Salvar la familia es salvar el proyecto de Dios sobre el hombre en la tierra.
Vía Aleteia