¿Dejar algo nuestro es lo mejor que podemos hacer? Responder ante los imprevistos es un acto de madurez y demuestra sabiduría de nuestra parte.
Seguir los imprevistos muchas veces puede ser lo correcto, pero es necesario vencer esa tensión entre la rigidez y la flexibilidad con la que nos convertimos más dóciles a esa gracia de modo que podamos recibirla y no sentirla como una carga.
Saber reconocer ese momento que justifica el tener que abandonar nuestros planes, dejar de lado aquello que estamos haciendo y darle un giro a nuestro día, es algo que no es tan sencillo sobretodo si hemos invertido mucho tiempo, trabajo o esfuerzos previos planificando.
Nadie quiere o espera ser interrumpido, pero el ser capaz de distinguir los imprevistos y reconocer aquellos que se presentan como una oportunidad, necesitan de un acto de madurez de nuestra parte por el que dejamos de lado “nuestro mundo” para dejarnos sorprender por él.
Nos interrumpen para pedirnos un favor retrasando nuestros horarios, nos piden hacer una tarea extra en momentos que estimamos inoportunos. En esas cosas puede estar la voluntad de Dios pidiendo que dejemos lo nuestro “al instante” para asistir al prójimo necesitado.
¿Cuánto cedemos?
¿Hasta qué punto somos capaces de ceder a posponer planes, llegar más tarde a un sitio para asistir a una persona que ha tenido un accidente o renunciar a un día cómodo para perseguir un ideal? Claramente corresponder a la gracia es un acto de madurez.
De hecho, la historia muestra cómo muchos, desde los apóstoles hasta los santos a través de los siglos, al encontrarse o escuchar a Jesús han hecho eso: “abandonarlo todo y seguirle” sin importar las circunstancias en las que se encontraban al descubrir algo tan valioso que hizo que entregarlo todo tenga sentido, incluso la vida misma.
Para dejar las cosas inmediatamente e ir en pos de un ideal necesitamos madurez. Es decir, tener claro lo que queremos, amar metas nobles cuya trascendencia sea tan evidente que no vacilemos en nada para ir por ellas, incluso aunque nos genere incomodidad.
Con este enfoque podremos juzgar con rectitud a las personas y los acontecimientos y ser capaces de hacerlo en un instante. La madurez está compenetrada de amor a la propia misión y experimenta su auto realización cumpliéndola con profundo agradecimiento a Dios.
Está bien pensar en sus grandes planes y proyectos pensados para nosotros, pero no hay que olvidar que nos invita a encontrarnos con Él en lo cotidiano de nuestros días y si somos personas muy ocupadas, deberíamos prestar mucha atención para no dejar escapar esas oportunidades. Mantener el enfoque nos permite actuar mejor ante lo imprevisto.
Saber lo que uno quiere
Cuando sabemos lo que queremos, tenemos un instinto natural que nos lleva a dejar de lado las constantes y repentinas “cosas superfluas” que la vida nos ofrece. Cuántas cosas se nos ofrecen que son innecesarias. No compramos algo solo porque esté barato aunque no nos haga falta o ya lo tengamos, o demás porque nos hemos dejado convencer por la publicidad.
¿En qué piensas diariamente? ¿Qué hay en tu corazón mientras estás haciendo tus cosas? Cuando uno tiene claro lo que quiere es capaz de profundizar en sus raíces. La inmadurez en cambio nos lleva por una serie de eventos cuya base es superficial. Cuando hay estabilidad de principios y somos constantes en estas ideas, podemos ver mejor lo que vale la pena tomar o dejar.
La madurez de la Virgen María la impulsó a dar, en un momento inesperado, una respuesta instantánea y positiva con su “Hágase” cuando se le apareció el ángel. Esa obediencia inmediata es propicia de alguien que sabe lo que ama profundamente más allá de las dificultades. Podría haber sido acusada de adulterio y ser apedreada hasta la muerte, pero sabía perfectamente lo que quería. Tenía ese “porqué” en su vida por el que podía soportar el “cómo” aun sin entenderlo.
Tener metas nobles
Tener madurez no es solo saber lo que se quiere sino también querer cosas que valen la pena. No se trata de una simple determinación de actuar fijándose un objetivo, independientemente si la meta es buena o mala. En la madurez hay una firmeza para hacer el bien y se actúa con decisión en pro de metas que son nobles. Cuando estamos enfocados en el bien, éste se revela ante nosotros y somos guiados hacia él.
Al enterarse del nacimiento de Jesús en Belén, los Reyes tuvieron la madurez para hacer el bien, al contrario de la determinación de Herodes que ordenó el asesinato de los santos inocentes. Este sabía lo que quería y era decidido pero quería cosas malas: gobernar Jerusalén de modo injusto y caprichoso. Los Reyes en cambio eran conscientes de actuar con rectitud y no temían armar una revolución en Jerusalén con tal de recuperar el camino con la alegría de dejarse guiar por esa estrella.
Estar dispuestos a acomodarse en la incomodidad
Tener las ideas claras no significa que tengamos siempre la razón. La madurez también exige mucha humildad para modificar nuestra postura cuando descubrimos que estamos equivocados. Esta apertura no solo permite ver mejor la realidad de nuestros errores aunque pueda ser algo incómodo, sino también evitar que nos aferremos a lo nuestro como algo de inestimable valor cuando los planes de Dios se presenten.
Si tenemos soberbia difícilmente dejemos todo de golpe, porque estamos inclinados a pensar que lo nuestro es mucho más importante que lo de los demás o que es tan importante que para dejarlo necesitamos pensarlo un buen tiempo. Hacer lo correcto no siempre nos lleva a soluciones cómodas, sino en cierto modo podemos sentirlo como algo que se parece más a “complicarnos la vida” teniendo que hacer esfuerzos.
San José fue un hombre dotado de la madurez de quien se esfuerza por corresponder a la gracia con la permuta del amor. El Evangelio dice que José se levantó, tomó al niño y a su madre, y huyó a Egipto, de modo que no esperó al alba para partir, sino que lo hizo aquella misma noche. No tuvo impedimento para dejar casa, pueblo, taller, clientes, lengua natal y amigos. Inmediatamente y sin esperar la madrugada, se marchó esa misma noche siendo capaz de abandonar todas sus pertenencias.
Escrito por: Cecilia Zinicola, vía Aleteia.
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