El verdadero conocimiento de lo que la otra persona es debe conducir al reconocimiento de su valor en sí misma, de su dignidad, de su sacralidad y de ser don para quien ha de constituirse en cónyuge para siempre.
Existen diferentes tipos de conocimiento. Uno de ellos es el que deriva del poder descubrir al otro como alguien semejante a uno mismo y que nos lleva a tratarle del mismo modo como nos gustaría, con dignidad. Este conocimiento intuitivo es el que nos permite vencer prejuicios raciales, étnicos, culturales, etc. Todo aquel que está ante nosotros es sencillamente un humano y ante esa evidencia las demás argumentaciones sobran.
De este conocimiento fue dotado el ser humano por el Creador, que desde el inicio de la humanidad le permitió al varón exclamar aquella frase que encontramos en el Génesis después de haber visto todas las especies animales sobre la tierra y percatarse que ninguna tenía la capacidad de convertirse en una verdadera compañía para él: “Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn. 2,23).
Sólo posteriormente, este mismo hombre, dice la Sagrada Escritura, “conoció” a su mujer Eva la cual quedó embarazada y dio a luz a su hijo Caín (Gn. 4,1). Con esto nos vamos dando cuenta que de “conocer” como reconocer y “conocer” como encontrar hay una diferencia abismal que ha querido ser rellenada por el pensamiento contemporáneo dándole al término una peligrosa reducción que hace que las relaciones humanas, especialmente las de pareja, vayan al traste por querer saltarse los procesos de interacción personal.
Al quitarse la ropa sin haberse tomado el tiempo para el reconocimiento de la dignidad propia y ajena, al otro se le cosifica…
Pensemos en lo siguiente: si una pareja de novios se conceden el equivocado derecho a sostener relaciones sexuales como preámbulo al verdadero conocimiento, corren el peligro de limitar las posibilidades de poder saber realmente ante quien se encuentran; esto porque el sexo, lo he afirmado en otros momentos, tiene capacidad para devaluar a la otra persona haciendo que el lente por el que se le mira y evalúa sea el eminentemente erótico-sexual. Dicho de otra manera: al quitarse la ropa sin haberse tomado el tiempo para el reconocimiento de la dignidad propia y ajena, al otro se le cosifica (se le convierte en una cosa) y se le considera peligrosamente como una fuente de placer y no alguien digno de ser amado por sí mismo. De este modo el sexo se vuelve un fin en sí mismo y se cree que el ejercicio óptimo de la genitalidad es referente exclusivo para la elección esponsal.
El peligro de la desnudez física consiste en el arropamiento moral y humano, es decir, ya no importará mucho con quien se tiene relaciones sexuales sino quién es capaz de otorgar más placer venéreo. La bondad pasa a un segundo plano pues lo ético deja su espacio a lo estético. Al colocar la cama (entiéndase sexo) sobre la base de la relación y no como cúspide de ella (entiéndase amor esponsal) lleva a que las emociones primen sobre las razones y que se considere a la otra persona como un medio para alcanzar un fin que no es otra cosa que la fricción o el deleite que proporciona.
La bondad pasa a un segundo plano pues lo ético deja su espacio a lo estético.
El verdadero conocimiento de lo que la otra persona es debe conducir al reconocimiento de su valor en sí misma, de su dignidad, de su sacralidad y de ser don para quien ha de constituirse en cónyuge para siempre. Contrario a lo que muchos “estudios” modernos de psicología pretenden hacernos creer, el sexo, en manos de adolescentes inexpertos suele convertirse en un arriesgado juego que termina lastimando profundamente a quienes en él participan. La prisa por “conocer” la persona ideal, el amor de su vida, no ha hecho otra cosa que llevar a los jóvenes a participar de una especie de fiesta de altas cortes en la que los participantes solían llevar máscaras y sólo se dejaban llevar por una especie de “instinto feromonal” (que hoy llamamos química) para llegar a una, muchas veces, indiscriminada práctica sexual.
La verdadera desnudez no es la que se da mediante el despojo de la ropa, sino la que nos lleva a ser y no simplemente parecer ante los demás; aquella que nos permite una comunión afectiva aun en medio de las miserias de las que estamos revestidos. Para que esa otra pueda y deba darse, es necesario haber conocido mucho a quien Dios nos ha puesto delante y no dejar que pretenda entrar al corazón por el lugar equivocado.
Para que esto pueda darse, la naturaleza, la costumbre, las leyes de Dios han establecido un tiempo en el que “con ropa” los futuros esposos puedan llegar a saber realmente con quienes quieren compartir sus vidas y no tengan que lamentar el hecho de descubrir que vestidos no soportan a quienes desnudos les desquician.
Vía Aleteia