Una virtud necesaria para conservar nuestras relaciones interpersonales.
Para hablar de intolerancia hay que definir lo que niega. La tolerancia es una forma de paciencia, una moderación de la pasión de la ira ante algo que nos agrede, nos disgusta o contradice. Se aplica especialmente a un mal objetivo. Por ello la persona tolerante es capaz de convivir con algo que le parece malo, sea porque duda de su percepción (porque a veces no es tan fácil distinguir un mal objetivo), sea porque no puede hacer nada contra ese mal en el momento en que lo sufre, sea porque espera que soportando ese mal puede obtener un bien mayor o hay bienes mayores en juego (por ejemplo soportar a un vecino molesto por la paz del vecindario).
El fruto exterior de la tolerancia es la paz, una condición por la cual se asegura el posible ejercicio de la libertad siempre orientado por el bien (voluntad) y la verdad (inteligencia). Esto no quiere decir que no puedan existir desacuerdos, lo que hace imposible es la violencia y la venganza. El fruto interior es la magnanimidad, es decir, la condición del alma grande que es capaz de amar a los enemigos y perdonar realmente las ofensas.
La intolerancia en cambio es una expresión de ira. Se puede disfrazar, moderar calculadamente o posponer por un tiempo pero siempre apunta a la venganza y la violencia. La intolerancia toma usualmente forma de provocación, de burla, sátira y agresión verbal. Sus frutos exteriores son la violencia y la venganza. Sus frutos interiores son la amargura, el rencor y la tristeza, disposiciones que hacen imposible el perdón aunque no rara vez lo finjan.
Mientras que la persona tolerante está siempre dispuesta a escuchar y expresarse libremente y sin miedo, la persona intolerante cierra los ojos y los oídos al otro, se expresa con apasionamiento y con un gran temor a equivocarse que lo vuelve terco y agresivo.
Mientras que la persona tolerante es capaz de distinguir las diferencias, reconocer la bondad en la otra persona, sea quien sea y piense lo que piense, la persona intolerante generaliza sin argumentos, se llena de prejuicios y en base a una perversa abstracción no ve personas sino enemigos. Por ello es incapaz de ver el bien en el otro.
Por Mag. José Manuel Rodríguez Canales
Director Académico del Instituto para el Matrimonio y la Familia – http://roncuaz.blogspot.com/