San Agustín en su sermón 46 explicaba: «¿Quién puede juzgar al hombre? La tierra entera está llena de juicios temerarios. En efecto, aquel de quien desesperábamos, en el momento menos pensado, súbitamente se convierte y llega a ser el mejor de todos. Aquel, en cambio, en quien tanto habíamos confiado, en el momento menos pensado, cae súbitamente y se convierte en el peor de todos. Ni nuestro temor es constante ni nuestro amor indefectible«. Y en su comentario sobre el salmo 147, 16 decía: «Si el mal ajeno es dudoso, puedes lícitamente tomar precauciones contra él, por si es cierto; pero no debes condenarle como si ya fuera cierto«.
Somos muy ligeros para juzgar. Sócrates pedía que se pasara el juicio por tres filtros:
- ¿Tienes certeza de lo que dices?
- ¿Es bueno? ¿Aumenta su buena fama?
- ¿Es conveniente contarlo?, ¿ayuda a la comunidad?
“Si tú juzgas no tienes tiempo de amar”, decía Teresa de Calcuta. Sólo Dios penetra en las cosas ocultas, lee en los corazones, da el verdadero valor a las circunstancias que acompañan una acción. «Hacer crítica, destruir, no es difícil: el último peón de albañilería sabe hincar su herramienta en la piedra noble y bella de una catedral. – Construir: esa es la labor que requiere maestros.» (San José María Escrivá, Camino, núm. 456).
En el libro de Tomás Kempis, la Imitación de Cristo, dice este autor: “Pon los ojos en ti mismo y guárdate de juzgar las obras ajenas. En juzgar a otros se ocupa uno en vano, yerra muchas veces y peca fácilmente; mas juzgando y examinándose a sí mismo se emplea siempre con fruto».
Una persona fue a confesarse de haber hablado mal de su prójimo. El sacerdote le dio como penitencia desplumar una gallina y echar sus plumas desde el campanario al vacío. Cuando el fiel volvió para decirle que ya había cumplido su penitencia, el sacerdote le dijo que ahora debía de recoger todas las plumas, a lo que el fiel replicó que eso era imposible porque el viento había esparcido las plumas por todo el pueblo. Entonces el padrecito le dijo: “Eso fue lo que tú hiciste al hablar mal de tu prójimo, y es difícil reparar el daño que hiciste a tu prójimo”.
Plauto se enojaba por el abuso de la palabra. Escribió: “los que propalan la calumnia y los que la escuchan, todos ellos, si valiera mi opinión, deberían ser colgados: los propaladores, por la lengua, y los oyentes por las orejas” (Pseudolus, I, 5, 12).
Cuenta María Simma, campesina austriaca experta en el tema del Purgatorio, fallecida hace pocos años: «Recuerdo a un señor que vino a verme con dos nombres para saber qué había pasado con ellos. Cuando le pedí que me contara un poco de estas personas, se negó diciendo que me había dado esos nombres para ver si yo decía la verdad. Le dije:
—De acuerdo, déme tiempo.
Después de un mes el hombre regresó por la respuesta. Le dije que un ánima, la del hombre, estaba en los lugares más profundos del Purgatorio, mientras que el ánima de la mujer había ido directamente al Paraíso. Le dejé ver las palabras textuales que había anotado en el momento en que las había recibido de un ánima del Purgatorio. El tuvo un shock. Me dijo que yo era una farsante. Le pedí que me comentara algo de estas dos personas.
El hombre era un sacerdote. Según mi huésped el mejor, el sacerdote más pío de toda su zona. La mujer, en cambio, había llevado una vida miserable. Decidí preguntarle a las ánimas, quizás había confundido las respuestas. Después de un tiempo llegó la segunda respuesta idéntica a la primera, y llegó también la explicación: La mujer, que había fallecido primero, había muerto en un terrible accidente bajo un tren. Tuvo tiempo de decirle al Señor: “Es justo que me lleves porque así no podré ofenderte más”. Este único pensamiento hizo que todo su pasado de pecado quedara borrado. Fue directamente al paraíso sin parar en el Purgatorio.
El sacerdote, en cambio, era como lo había descrito el amigo, pero no dejaba nunca de criticar a aquellos que no llegaban a tiempo a Misa como él; se había opuesto a la sepultura de esta mujer en la zona consagrada del cementerio por su mala reputación. Por sus continuas críticas y sus juicios se encontraba en los últimos estadios del Purgatorio. Nuncadebemos juzgar «(cfr. ¡¡Ayúdenos a salir de aquí!!, p. 167-168).
Por Martha Morales