El otro, y más grande, dilema social. Una de las más grandes dudas en estos tiempos es: ¿Las redes sociales nos manipulan?
El dilema de las redes (The Social Dilemma) es el nuevo documental de Netflix que ha reavivado el debate sobre los peligros de internet y el uso de las redes sociales. Ofrece un nuevo enfoque. No se centra en las cuestiones de privacidad y datos que han dominado la narrativa en los últimos tiempos, sino que se plantea una pregunta respecto a la esencia de las redes: ¿Estamos siendo manipulados? ¿Es esa su finalidad?
The Social Dilemma es un recordatorio de lo fácil que nos es a los seres humanos entregar nuestra libertad a cambio de un poco de circo. El documental combina una serie de entrevistas a genios tecnológicos, algunos con inmenso impacto en nuestras vidas (como el creador del botón de “Me gusta”) con una especie de ficción distópica en la que nos recuerda las consecuencias desastrosas a las que el mal uso de las redes sociales puede llevarnos.
El nombre dilema es acertado, pues el documental muestra dos frentes: la capacidad que tienen las redes sociales de unir a las personas, de comunicarnos y de ofrecernos información instantánea, versus su capacidad de manipularnos, generar adicción y disociarnos de la realidad.
Esta vez no se trata de la privacidad. La intención del director Jeff Orlowski es clara: mostrar que la manipulación y la adicción que generan las redes no es un efecto negativo aleatorio o consecuente, es intencional y buscado como manera de monetizar al máximo los productos.
Casos extremos
De alguna forma, ya lo sabíamos: sabíamos que pagamos la gratuidad con nuestro tiempo y atención. Sin embargo, quizás necesitábamos que los mismos doctores Frankenstein nos dijeran claro y recio que la intención es utilizarnos; y que no se corrige porque sea muy difícil, sino porque contraviene el modelo de negocio.
El verdadero producto no es solo nuestro tiempo o atención, sino el pequeño y casi imperceptible cambio en nuestro comportamiento.
Orlowski intenta mostrarnos, torpemente, esta realidad a través de trozos de la vida de una familia normal. En esta historia paralela, y gracias la intervención de una especie de minions mezclados con Inside Out, uno de los hijos se ve rápidamente radicalizado por las fake news que lee en internet.
La torpeza del documental surge de mostrar únicamente el caso límite: los suicidios, las organizaciones extremistas, las estafas millonarias nos suenan lejanos. Es inevitable sonreír con sorna cuando vemos a los dos hermanos tirados en el suelo y detenidos por la policía. Sin embargo, la incapacidad de dejar de ver el video de cocina o la necesidad de abrir la notificación cuando la vemos resuenan mucho más cerca y no dejan de ser preocupantes.
Los creadores confiesan
El reconocimiento en primera persona, por parte de los genios tecnológicos, de su participación en la creación de un monstruo nos impacta mucho más. La mera mención de disciplinas como el Growth Hacking (piratear la psicología de la gente para conseguir que inviten más usuarios) nos desagrada.
Escuchar a personas como Tim Kendall, exdirector de monetización de Facebook; Jeff Seibert, exjefe de producto de consumo de Twitter; Justin Rosenstein, coinventor de las páginas de Facebook, etc. confesarnos que el verdadero producto no es solo nuestro tiempo o atención sino el pequeño y casi imperceptible cambio en nuestro comportamiento, eso es lo que asusta.
Si queremos acabar con las “fake news”, habrá que recuperar la verdad en el discurso público.
Por eso, la analogía de la herramienta cojea: una herramienta es neutra y depende totalmente de nuestro uso. Las redes sociales no son neutras: están intencionalmente construidas para vendernos al mejor postor.
Los anunciantes no pagan solo para que veamos sus anuncios, pagan para que compremos, cambiemos, votemos, etc. Las redes son los encargados de llevarnos a ello. Por eso, el comentario de Roger McNamee, uno de los primeros inversionistas de Facebook, nos revela una inquietante verdad: Rusia no hackeó Facebook, solamente usó la plataforma.
Recuperar la verdad
El documental explica estos sofisticados mecanismos de persuasión de las redes sociales y por qué creemos que el algoritmo nos muestra cosas que nos interesan, pero que en realidad nos muestra lo que hará que nos interese lo que nos enseñan. Esto lleva a la polarización y a la radicalización, fenómeno que fue lo que despertó el interés de Orlowski al toparse con el negacionismo férreo del cambio climático. El verdadero problema no es que lo que nos muestre sea un “único” lado de la historia; el problema es que muchas veces lo que se nos muestra es falso.
Y, aquí es donde se presenta el verdadero dilema para nuestra sociedad deseosa de relativizar toda la información: si queremos acabar con las fake news, habrá que reconocer que existen real news y recuperar la verdad en el discurso público. Quizás esta sea la conclusión más valiosa y sorprendente del documental: nuestra sociedad no puede sobrevivir a una relatividad total donde creo lo que quiero. “Imagina un mundo en el que nadie sepa qué es la verdad”, dice Tristan Harris.
Ese mundo ya está aquí. Si no estamos de acuerdo en que existen ciertas verdades y que estas tienen un valor objetivo será difícil corregir los errores de los algoritmos de las redes que otorgan valor a la información en su capacidad de engancharnos.
Una cosa es usar nuestros datos para predecir nuestro comportamiento; otra cosa es crear algoritmos que nos impiden descubrir información verdadera y que utilizan nuestra psicología en nuestra contra para manipularnos y convencernos. Esta es la acusación que El dilema de las redes hace. ¿Qué queda en nuestras manos? En esto no hay novedad: ser conscientes de que aún nos queda algo de libertad y tratar de usarla lo mejor posible.
Cuidar a los más vulnerables
Las redes sociales tienen, como casi todo, peligros inevitables. Después de todo, ¿quién debe decidir qué información nos llega cuando scrolleamos en nuestro móvil? La respuesta es complicada: queremos la verdad pero escribirla en un algoritmo no es tan sencillo. Lo que queda claro es que lo que existe hoy no es suficiente y, sobre todo, quienes lo manejan no están siendo lo suficientemente claros con nosotros.
Quizás el mayor fallo sea que nos dificultan el cuidado de los más vulnerables: niños y adolescentes que todavía no tienen totalmente formado un criterio ni capacidad de discernimiento. Es difícil protegerlos cuando el algoritmo lucha por envolverlos en un mundo de likes, filtros y pura satisfacción instantánea.
Por ello, el documental intenta mostrar cómo la influencia es distinta en cada miembro de la familia. Lo que está en juego no es solo la salud mental de nuestros jóvenes, sino la solidez de las instituciones democráticas que pueden corromperse si criamos a nuestros hijos a base de una exclusiva dieta de memes y TikToks.
Escrito por: Carmen Camey, vía ACEPRENSA.
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