Uno te hace correr detrás de la posición. Sí, la posición que se supone debes ocupar en la sociedad, o en el trozo de sociedad que te toca: “ser alguien”, “haberle ganado a alguien”. Es el mundo implacable de la ventaja, de la influencia, la importancia de llamarse algo.
Otro te hace correr detrás del cargo: ser autoridad, recibir honores de autoridad, “ser reconocido en las plazas”, esperar el trato especial, el lugar en la cola, el asiento en el teatro, exigirlo incluso.
Otro más te hace correr detrás de tu apariencia: “como te ven te tratan”, “va o no va”, “si te pones algo que te hace sentir mal, te queda mal”. Te impulsa al consumo enfermo de marcas, moda, zapatos, trapos, colores.
Otro más todavía, te amenaza con el futuro: “¿Qué le vas a dar a tus hijos?” “¿No te das cuenta que estás en un mundo cada vez más competitivo y que todos compiten desde que tienen tres años, dos años, un año y que desde la estimulación temprana tu hijo debe ser un ganador o será un looser?”
Y uno, que intenta ser cristiano (torpe pero pacientemente) se queda con una frase: “Busca el Reino de Dios y lo demás se te dará por añadidura”. Y se da cuenta de que si Cristo es Cristo, ese “demás” no son los trapos rojos.
Por eso no me vengan con “¿qué tiene de malo tener una posición para ayudar, buscar la autoridad para servir, cuidar la apariencia para hacer apostolado, darle la mejor educación a los hijos para que sean buenos cristianos y ciudadanos?” Porque contestaré simplemente “nada”. Yo solo hablo de los trapos rojos (detrás de ellos no hay nada y te apartan de buscar lo esencial).