Compartir:
“Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: – Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros”.

Me gusta la imagen del regreso a casa. Es algo mágico. Me conmueve la alegría del Padre. La alegría del hijo. Un encuentro de luz. En este domingo de la alegría es el evangelio más pascual. Es el regreso a la casa definitiva de Dios. Cuando ya no habrá sombras ni oscuridad.

Me gusta pensar en la casa, en ese hogar en el que uno puede ser quien es sin miedo al rechazo. Es lo que desea el hijo en su corazón.

El hijo decide volver a casa porque tiene hambre. Y espera lo más lógico, no volver a ser tratado como hijo, sino como jornalero. Quiere un hogar donde poder vivir y no pasar hambre.

A veces me encuentro con personas levantándose después de un fracaso. Ya no le piden mucho a la vida. Se lo pidieron antes del fracaso, antes de la pérdida. Ahora se contentan con cualquier cosa, con cualquier sucedáneo de felicidad.

Han soñado lo imposible y lo han tocado en su carne cuando no se hizo realidad. Estuvieron dispuestos a dar la vida, a comerse el mundo y se acaban conformando con cualquier cosa, con cualquier amor.

Me entristece ver al hijo a punto de comer la comida de los cerdos. Puede llegar a olvidarse de su casa paterna.

A veces en mi vida me he sentido lejos de Dios, como el hijo pródigo. Me he ido por otro camino. Y he vivido como si no lo conociese. Añoro entonces cuando me sentía cuidado, cuando me sentía hijo. Cuando me sentía protegido. Y me siento solo en la vida. Dios está lejos. Me siento perdido, sin raíces.

Y cuando me va mal, quiero volver a Él. A pedirle ayuda. A suplicarle que me vuelva a abrazar. Y me siento pequeño como el hijo pródigo. Pobre. Indigno. Sin Él no soy feliz. Sin Dios no tiene sentido ningún camino.

Por eso lo escojo de nuevo. Quiero vivir en la casa de mi padre. No me conformo con las algarrobas de los cerdos. No quiero estar lejos. Vuelvo a escoger lo que antes tenía pero sintiéndolo mío.

No conozco a Dios. Creo que no me va a acoger. Que me va pedir condiciones. Que me va a medir y a probar.

Solo conocemos a Dios de verdad cuando volvemos heridos, pecadores, pequeños, vacíos, y Él nos recibe en un abrazo lleno de ternura.

Jesús me habla de mi Padre. De ese Dios que me espera cada día buscándome en el horizonte. Triste porque no me sentí a gusto ni pleno a su lado. Porque no pudo forzar mi corazón y hacerme feliz. Cada día pronuncia mi nombre. Y piensa en mí. En mi camino de vuelta.

Siempre pienso que Dios espera y sale a mi encuentro. Me aguarda. Respeta mis tiempos. No deja ni un solo instante de salir a esperarme. De nombrarme. De desearme. Porque tiene miedo de que no sea feliz. Solo por eso.

Pero cuando ve que vuelvo, desde lejos, sale corriendo y se tira a mis pies, y me abraza. Para que en seguida me sienta amado. Sin condiciones. Sin tiempo de prueba.

Una persona rezaba: “Tu luz entra desde lo imposible, rompe el muro donde no hay hueco y llega hasta el rincón más escondido y oscuro. Lo que yo dejo oscuro Tú lo iluminas y lo quieres. Tú lo señalas, lo levantas, lo eliges. Lo pequeño del corazón y de mi vida, lo quieres. Yo soy ciega. Mi ventana está hecha, pero es de noche. No llega la luz a todos mis secretos. Sólo Tú, Señor, descubres tesoros en mi desván oscuro y olvidado. ¿Tú me eliges, Señor? Si yo me siento elegida, vuelo como las águilas, donde Tú me lleves, alto, más alto. Aunque me pese mi carga, mis preocupaciones, mis enredos cotidianos. Seré liviana junto a ti. Sólo con tu luz, que para mí es imposible. Viene cuando no la espero y rompe donde no hay hueco ni ventana. Tú todo lo puedes, Señor”.

Me gusta cómo esa oración habla de la luz de ese encuentro con Dios que me abraza y no me pide nada. Ese abrazo, esa ternura, esa alegría del encuentro. Es la única luz capaz de sanar mi herida abierta. De consolar mi sentimiento de culpa.

Mi Padre se ha olvidado de mi pecado. Solo desea celebrar una fiesta. Parece un premio. ¿Cómo puede haber un amor así? Ese amor es el único para el que estamos hechos.

Yo no sé amar así. Pero mi alma está hecha para ese amor. Eso lo reconozco. Creo que solo conocemos a Dios de verdad cuando volvemos heridos, pecadores, pequeños, vacíos, y Él nos recibe en un abrazo lleno de ternura.

Ese abrazo de Dios que nos dice solamente: “Ya estás en casa, por fin”.Ese abrazo me rescata de mi oscuridad y me lleva a la luz de su amor. ¡Qué alegría!

 

Vía Aleteia

Compartir: