Escribió una carta agradeciendo a todos quienes cuidaron de su esposa y su mensaje está inspirando a todo el mundo.
Entre el ruido generado el 9 de octubre tras el segundo debate entre los candidatos a la presidencia de Estados Unidos Hillary Clinton y Donald Trump, se perdió una historia de auténtico interés humano que probablemente contribuyó más a la dignidad de una persona que cualquier cosa que dijeran uno u otro candidato o la opinión de los expertos. Es la historia de cómo un joven viudo necesitaba agradecer públicamente a los profesionales médicos que tan a menudo son minusvalorados.
Como su carta ahora está colgada en la UCI del hospital CHA de Cambridge, nos gustaría compartirla también con vosotros. Una verdad buena y hermosa de Peter DeMarco.
Cuando empecé a contar a mis amigos y familiares sobre los siete días que estuvisteis tratando a mi mujer, Laura Levis, esos siete días que resultaron ser los últimos de su joven vida, mis oyentes me interrumpieron después de que mencionara el decimoquinto nombre de entre todos los que recuerdo: médicos, enfermeras, especialistas en el aparato respiratorio, trabajadores sociales y hasta gente del personal de limpieza que se preocuparon por ella.
“¿Cómo puedes recordar sus nombres?”, me preguntaron.
Cómo no iba a recordarlos, respondí yo.
Todos y cada uno de vosotros tratasteis a Laura, que yacía inconsciente, con una profesionalidad, una amabilidad y una dignidad enormes. Cuando necesitaba inyecciones, os disculpabais porque iba a doler un poquito, os pudiera escuchar ella o no. Cuando escuchabais su corazón y pulmones con vuestros estetoscopios, y su bata se caía, vosotros la cubríais de nuevo con respeto. La abrigasteis con una manta no sólo cuando su temperatura corporal necesitaba estabilizarse, sino también cuando en la habitación hacía un poco de fresco y pensasteis que así dormiría más cómodamente.
¿Cuántas veces me disteis un abrazo y me consolasteis cuando yo me desmoronaba?
Os preocupasteis con gran atención por sus padres, les ayudasteis a sentarse en el extraño sillón reclinable de la habitación, les traíais agua siempre que lo necesitaban y respondíais a todas mis preguntas médicas con una paciencia infinita. Mi suegro, que también es médico como ya sabéis, se sintió partícipe del cuidado de su hija. Y no tengo palabras para explicaros lo importante que ha sido eso para él.
Luego, está el cómo me tratasteis a mí. ¿Cómo podría haber encontrado la fuerza para aguantar esa semana sin vosotros?
¿Cuántas veces entrasteis en la habitación para encontrarme sollozando, con la cabeza gacha descansando sobre su mano, y tuvisteis el cuidado de hacer vuestras tareas silenciosamente, como si fuerais invisibles? ¿Cuántas veces me ayudasteis a acercar el sillón cuanto fuera posible junto a su cama, atravesando la maraña de cables y tubos alrededor de su cama para poder inclinarla hacia adelante sólo unos pocos centímetros?
¿Cuántas veces pasasteis para ver cómo estaba yo, si necesitaba algo, ya fuera comida, bebida, ropa limpia, una ducha caliente o para ver si necesitaba alguna aclaración sobre un procedimiento médico, o simplemente alguien con quien hablar?
¿Cuántas veces me disteis un abrazo y me consolasteis cuando yo me desmoronaba, u os interesabais por la vida de Laura y por qué tipo de persona era, y os tomabais el tiempo de mirar sus fotos o leer las cosas que había escrito sobre ella? ¿Cuántas veces me trajisteis malas noticias con palabras de compasión y tristeza en los ojos?
Cuando necesité un ordenador para un correo de emergencia, lo conseguisteis. Cuando pasé más o menos a escondidas a un visitante muy especial, Cola, nuestro gato blanco y negro, para que diera un último lametón a la cara de Laura, fingisteis “no haber visto nada”.
Y una noche especial, me disteis permiso total para hacer pasar a la UCI más de 50 personas de la vida de Laura, desde amigos a colegas de trabajo pasando por compañeros de universidad y familiares. Fue un derroche de amor que incluyó guitarra, ópera y baile; y además descubrí de formas nuevas cuán profundamente había llegado mi mujer a tocar las vidas de otros. Fue la última gran noche de nuestro matrimonio juntos, para ambos, y no habría sido posible sin vuestro apoyo.
Hay otro momento —de hecho, una hora en concreto— que nunca olvidaré.
El día definitivo, mientras esperábamos a la cirugía de Laura para la donación de órganos, lo único que yo quería era estar a solas con ella. Pero seguían llegando familiares y amigos para despedirse y el reloj no perdonaba. Sobre las 4 p.m., por fin, cuando ya no quedaba nadie, yo estaba exhausto física y emocionalmente, y necesitaba una siesta. Así que le pregunté a sus enfermeras, Donna y Jen, si me podían ayudar a colocar el sillón cerca de Laura, que era incomodísimo, pero no me quedaba otra. Aunque ellas tuvieron una idea mejor.
Fue la última gran noche de nuestro matrimonio juntos, para ambos, y no habría sido posible sin vuestro apoyo.
Me pidieron que saliera de la habitación un momento y, cuando volví, habían movido a Laura al lado derecho de la cama y creado un hueco justo para que yo me acurrucara junto a ella una última vez. Les pregunté si podían darnos una hora sin ninguna interrupción, y ellas asintieron, cerraron las cortinas y las puertas y apagaron las luces.
Abracé mi cuerpo al suyo. Estaba preciosa, y se lo dije, mientras le acariciaba el pelo y el rostro. Fue nuestro último momento de ternura como marido y mujer, y fue más natural, puro y reconfortante que cualquier cosa que haya sentido antes. Y luego me quedé dormido.
Recordaré esa última hora juntos durante toda mi vida. Fue el mejor de los regalos posibles, y por ello os tengo que dar las gracias, Donna y Jen.
Sinceramente, os doy las gracias a todos vosotros.
Con mi gratitud y amor eternos,
Peter DeMarco
Vía Aleteia