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La esterilidad en el matrimonio —inicial o posterior—nunca es un obstáculo, ni un fracaso para el amor conyugal y la realización plena de los esposos.

Que los futuros esposos tengan una apertura a la vida es una condición necesaria para casarse por la Iglesia. Sin embargo, existen matrimonios que —teniendo la apertura para tener y educar a sus futuros hijos— no les ha sido posible, pese a haber probado algunas vías lícitas y honradas para ello. Hablaremos, en este artículo, cómo estos matrimonios pueden llegar a ser potencialmente fecundos partiendo de la verdad de su unión, de su amor, y de todo lo que sea un fruto de “lo nuestro”.

¿Qué es lo que hace verdaderamente fecundo a un matrimonio?

El carácter esencial del matrimonio está en construir una unión exclusiva y perpetua entre el varón y la mujer basada en los lazos del amor. La fecundidad se encuentra ordenada a acrecentar la unión de los esposos, mediante la búsqueda del bien individual en conjunto. Los esposos son un bien en sí mismos y son la razón de ser del matrimonio.

El amor de los esposos, cuando es verdadero, goza de una gran fecundidad, aunque no hubiera descendencia. En este sentido, Dietrich von Hildebrand (1965) destaca: “Más exacto es considerar fecundo —en el sentido más hondo de la palabra— a todo matrimonio que sea interiormente pleno”.

¿Y si no vienen los hijos?

Los esposos que viven la experiencia de la esterilidad física tienen un gran campo de acción para descubrir, ejercer y ensanchar el verdadero y principal sentido de la maternidad y la paternidad. Estos matrimonios están llamados a desarrollar la fecundidad espiritual pudiendo recurrir −después de una etapa de discernimiento− a concretarla en la adopción, la tutela, la tarea educativa, el apostolado, o realizando otros servicios en beneficio de la sociedad.

Juan Pablo II: “No se debe olvidar que incluso cuando la procreación no es posible, no por esto pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física, en efecto, puede dar ocasión a los esposos para otros servicios importantes a la vida de la persona humana” (Familiaris Consortio, 1981, n. 14).

Una entrega mayor del uno para el otro

Thibon (2010), hablando del instinto maternal, nos dice: “No creo exagerar si digo que el primer hijo de toda mujer, nacida realmente para ser madre, es su esposo. Y creo que es esta una de las más profundas raíces de la perennidad del gran amor femenino”. A la vez, el esposo ha de vivir su paternidad cuidando −con primacía− de su mujer.

Elcana (esposo) intentando consolar a su esposa le dice: “Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué está triste tu corazón? ¿No soy yo para ti mejor que diez hijos?”

(1 Samuel 1, 8).

Por Katherine Zambrano Yaguana, PhD.
Universidad de Navarra

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