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Todo matrimonio que acaba de tener un hijo pasa por un cambio significativo en su sexualidad, debido en su mayoría a la lactancia.

Cada vez hay más estudios e investigaciones que demuestran las numerosas ventajas que tiene la lactancia materna, tanto para el bebé como para la madre e incluso, para la sociedad entera.

Sin embargo, es notable que, a pesar de los beneficios públicamente conocidos, sea bajo el número de bebés que llegan con lactancia materna a los seis meses de edad. Esto se debe, principalmente, al poco o nulo acompañamiento que tienen las madres para poder amamantar. Se trata de un acto hermoso, pero que requiere gran esfuerzo y constancia. Por este motivo, la lactancia necesita siempre del apoyo del entorno para ser exitosa.

Pero, ¿por qué un artículo sobre este tema? Porque la lactancia o su ausencia se presentan de modo inevitable en todo matrimonio que tenga hijos. Y, como todo evento familiar, repercuten en la relación de los esposos.

Nos centraremos principalmente en reflexionar sobre este tema a la luz del misterio del cuerpo humano creado por Dios. Consideramos preciso aclarar que nos dedicaremos al tema del amamantamiento, pero afirmamos que los otros modos de crianza y alimentación que no están basados en la lactancia materna también pueden reflejar el amor de Dios y forjar un hermoso vínculo familiar, cuando así sea la intención de la madre y del padre.

 

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Lactancia y teología del cuerpo

A lo largo de la Biblia, se observan numerosas afirmaciones que ayudan a comprender la bondad de la lactancia. Se la ve como algo natural y, por lo tanto, querido por Dios. Incluso nuestro Señor fue amamantado por la santa Virgen María.

Si bien no podemos hacer un estudio exegético de los textos en cuestión, sí conviene detenernos en su implicancia para la teología del cuerpo.

La Teología del Cuerpo que desarrolló san Juan Pablo II nos muestra cómo el cuerpo humano revela el designio de Dios sobre el amor entre varón y mujer. Pero este estudio es de tanta riqueza que también nos hace ver el modo en que el cuerpo de la mujer nos revela la maternidad. Lo primero es encontrar en esta imagen, que parece meramente natural, el sustrato teológico que afirma, de hecho, su verdadera identidad.

Decíamos arriba que es “querido por Dios”, pero, ¿cómo lo sabemos? Sencillamente, porque encontramos una disposición fisiológica para tal acto, una preparación del cuerpo que va más allá de nuestra voluntad.

La mujer no es quien decide sobre el comportamiento de las glándulas mamarias, por ejemplo, o de la composición de su leche, sino que todo ello está siendo orquestado por su Creador. La naturaleza humana se muestra bondadosa en esta disposición.

En este sentido, no cabe duda de que la voluntad del Creador se expresa mediante el cuerpo mismo de la mujer, le enseña que es co-dadora de alimento, de vida. Por este motivo, el bebé muestra una clara tendencia a alimentarse del propio cuerpo de su madre, así como lo ha hecho durante nueve meses, al punto que la leche es un compuesto adaptado para ese niño en particular.

Además de acoger vida en su vientre, la mujer observa que esta misma hospitalidad no termina allí, sino que se prolonga durante la etapa del amamantamiento, creando un vínculo bellísimo entre ella y su hijo.

Los especialistas, exponiendo abundantes datos científicos, recomiendan que esta etapa se prolongue “hasta los dos años de edad o más, con la incorporación de alimentos complementarios a partir de los 6 meses”. Tanto el cuerpo de la madre como el del pequeño señalan explícitamente esta dependencia.

Recordemos que no se trata de un “mero alimentar”, sino del establecimiento de un vínculo que acompañará a la madre y al niño durante toda su vida, en un sentido fisiológico y a la vez afectivo.

 

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Una decisión de los esposos

Cuando un hijo nace de la unión de los esposos, el asunto de la lactancia aparece como una decisión que debe tomarse de a dos. Y constituye incluso un tema tan importante que debería conversarse desde el noviazgo, así como los criterios para la educación de los hijos.

El amamantamiento se hace prácticamente imposible si el padre no colabora, ya que la mujer necesita tanto de ayuda concreta para las tareas domésticas como de un especial sostén emocional y afectivo para poder mantener la lactancia. A menudo, este tema se da por sentado como algo que sucede solo, y no se conversa ni se busca información… hasta que aparecen las primeras complicaciones.

El escenario suele ser una mujer puérpera adolorida, agotada y sensible al extremo. y un recién nacido totalmente demandante y dependiente para sobrevivir. Y ahí es donde se pone en juego la confianza de los esposos en sí mismos, en la sabiduría de su cuerpo y del bebé y un entorno familiar, social y sanitario que rara vez acompaña y asiste de modo adecuado la lactancia.

Cuando el esposo no acompaña o cuando duda de la capacidad de la mujer de alimentar al niño con su leche, la esposa se siente herida en su autoestima, con falta de confianza por parte del marido, culpable, y en definitiva, sola frente a todos estos sentimientos que, a menudo, no se anima a comentar a nadie.

Por el contrario, cuando el varón acompaña positivamente, la relación de los cónyuges se ve nutrida y enriquecida de un modo único. La mujer se siente valorada y capaz, y el varón se admira y enorgullece frente al inmenso poder y misterio de la feminidad.

Es muy bello contemplar la figura del esposo y padre que no está alejado de esta realidad, sino que cumple, a su modo, un rol activo en la lactancia. El varón es para la familia columna firme que permite el sano desarrollo de la misma. Esto se cumple de distintas maneras, sólo nos detendremos en aquello que afecta al amamantamiento.

Dios, en su infinita sabiduría, quiso que la esposa sea su imagen providente inmediata. Sin embargo, el esposo no queda fuera de la ecuación, ya que, siendo providente de muchas maneras, lo es, sobre todo, de la seguridad que precisa su esposa para dedicarse a tal tarea.

Él debe ayudarla y darle coraje para que asuma la lactancia como vocación particular de su ser esposa-madre. Karol Wojtyła, en un artículo de 1960, escribía respecto a la figura del esposo: “El hombre debe ser no solamente un ser social, organizador, proclamador y defensor de una idea, sino también, sobre todo, padre y protector. De modo contrario, no realiza toda la plenitud moral de su individualidad masculina”.

La doble función de padre y protector están unidas a su íntima naturaleza masculina, haciendo que el varón vea promocionada su propia humanidad al realizar actos que encarnen aquellas notas.

El padre está llamado a proteger, entonces, este vínculo de amor. Él se hace presente de modo indirecto en la lactancia, permitiendo que tanto su esposa como su hijo sientan la tranquilidad que se merecen. Así, los tres participan activamente de la liturgia antes mencionada.

 

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Escrito por: Magdalena (Lic. en Relaciones Públicas y Mg. en Cs. del Matrimonio y la Familia) y Guido (Lic. y doctorando en Teología), vía amafuerte.com Instagram: @centrosanjuanpablo2

 

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