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Sin duda duda alguna en la actualidad el mundo está lleno de maldad y tentaciones. Es por eso que existe una gran sed: ¡Volver al Padre!

La historia nunca comienza conmigo. Siempre hay alguien que me precede. Nunca soy el primero. Siempre hay un padre. Siempre hay un origen que desconozco, un comienzo que me antecede, un pasado que jamás podré poseer.

Cuando Jesús nos habla del Padre, su figura está llena de ambigüedad. No es tan fácil confiar en Él, y cuando no confías, no preguntas.

Al comienzo de nuestra vida pedimos mucho, pedimos de todo, no dejamos de pedir. Sin embargo, nuestras preguntas se desvanecen lentamente.

A medida que crecemos intentamos hacerlo nosotros mismos. Nos cansamos de preguntar. Pretendemos ser autónomos.

 

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Cuando falla la relación con el padre

“No es siempre fácil hablar hoy de paternidad. Sobre todo, en el mundo occidental, las familias disgregadas, los compromisos de trabajo cada vez más absorbentes, las preocupaciones y a menudo el esfuerzo de hacer cuadrar el balance familiar, la invasión disuasoria de los mass media en el interior de la vivencia cotidiana: son algunos de los muchos factores que pueden impedir una serena y constructiva relación entre padres e hijos.

La comunicación es a veces difícil, la confianza disminuye y la relación con la figura paterna puede volverse problemática; y entonces también se hace problemático imaginar a Dios como un padre, al no tener modelos adecuados de referencia.

Para quien ha tenido la experiencia de un padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y poco afectuoso, o incluso ausente, no es fácil pensar con serenidad en Dios como Padre y abandonarse a Él con confianza”.

 

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Siempre puedes llamarlo

Pero, a pesar de ello, hay un Padre al que sí podemos invocar.

Invocar al Padre es renovar mi juventud como hijo cada vez.

Invocar al Padre es reconocer mi historia, mi pasado, el nombre que se renueva en mí.

Invocar al Padre significa que no soy el primero, significa que hay un origen que se me escapa y que jamás podré poseer.

Invocar al Padre es silenciar mis ilusiones de omnipotencia, es reconocer que la vida, sea la que sea, me ha sido dada, sin que yo llegue a ser nunca su dueño.

Sentirse profundamente amado

Solo cuando haya reconocido que tengo un Dios podré empezar a preguntar de nuevo.

Solo cuando esté curado de mi ilusión de autonomía e independencia podré sentirme hijo amado.

Por eso solo podemos orar al padre: ayúdanos a tener todavía fe en la vida. Ayúdanos a no abastecernos para mañana, porque sabemos que nuestro padre volverá mañana del mar.

“La revelación bíblica ayuda a superar estas dificultades hablándonos de un Dios que nos muestra qué significa verdaderamente ser «padre»; y es sobre todo el Evangelio lo que nos revela este rostro de Dios como Padre que ama hasta el don del propio Hijo para la salvación de la humanidad.

La referencia a la figura paterna ayuda por lo tanto a comprender algo del amor de Dios, que sin embargo sigue siendo infinitamente más grande, más fiel, más total que el de cualquier hombre.

‘Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra? —dice Jesús para mostrar a los discípulos el rostro del Padre—; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden!’ (Mt 7, 9-11; cf. Lc 11, 11-13)».

 

 

Sin Padre estamos perdidos

Así la historia reciente nos presenta progenitores en los que es difícil confiar: volvimos a casa y nos dimos cuenta de que los padres habían vaciado la despensa, ¡los padres se han ido!

No encontrar más un padre significa ya no poder imaginar el futuro, ya no saber quién seré, qué estoy llamado a ser.

En la vida nunca podemos dejar de buscar, esperar o invocar el nombre de Dios, anular ese nombre es ceder a la falsa afirmación de que todo comienza conmigo.

 

 

Escrito por: Luisa Restrepo, vía Aleteia.

 

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