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Una generación abrumada, es el título del nuevo artículo que comparte Pablo Moysam, donde analiza el pensamiento de los más jóvenes.

Una generación abrumada…

Hace pocos meses, conversando con una de mis hijas, la escuché decir algo que probablemente ustedes hayan oído ya de sus propios hijos: todo me va mal papá. Sin desconocer la gravedad de su percepción y sabiendo lo analítica que es, mantuve empatía en mi reacción mientras la conduje a -primero- valorar si realmente se trataba de ‘todo’ y  segundo- romper ese problema enorme en varios pequeños.

Resultó que ‘todo’ era en realidad tres áreas de su vida, sin duda importantes. Ella misma concluyó que las demás áreas no estaban tan mal y, de hecho, varias muy bien. Luego vimos cómo en ciertos casos la solución estaba fuera de su control y que la mejor estrategia era no hacer nada, esperar que esas condiciones cambien y mejor trabajar en su reacción a ellas. Finalmente rebotamos ideas sobre cómo resolver, enfrentar o convivir con lo restante. Todo salió muy bien.

Curiosamente, ese ejercicio de introspección nos sirvió más adelante como ejemplo de por qué aprendemos matemáticas en la escuela. Más allá de las razones evidentes en lo académico, las ciencias nos ayudan a estructurar el razonamiento de manera que cualquier problema en la vida pueda ser abordado con alguna estructura, hipótesis, ensayo y solución. Ciertamente decirlo, es más fácil que hacerlo.

Los estudios sugieren que los centennials son una versión extrema de los millenials, en cuanto a sus características distintivas se refiere. El mes pasado, en esta columna, empecé a contarles sobre esas características, definidas por el Dr. Tim Elmore, autor norteamericano especializado en el tema. La segunda característica es lo abrumados que son los jóvenes de hoy.

 

 

La presión que afecta a una generación abrumada

La presión bajo la que viven las nuevas generaciones es tremenda, porque han crecido escuchando que ‘van a cambiar el mundo’, que son ‘especiales’, que ‘pueden lograrlo todo’. Y, aunque a primera vista, parecería prudente animarlos a apuntar alto, en muchos casos lo único que hemos logrado es revestirlos de estrés. Hay que preguntarse si, cuando los inscribimos en todo tipo de academias de idiomas, deportes, clases de música o robótica, para mejorar su currículo y mantenerlos ocupados todo el tiempo, no estamos obviando otras necesidades esenciales del ser humano.

Nadie disputa que vivimos en un mundo acelerado que no parece dejar tiempo para el silencio, la contemplación ni la reflexión. Y aunque los últimos años aparentemente nos han dado la rara oportunidad, por una pandemia global seguida de un estado de conflicto armado interno, el mayor tiempo que pasamos en casa no se ha traducido en el ejercicio del pensamiento, el auto conocimiento y -peor- el auto control. Todo lo contrario.

El aislamiento, la incertidumbre y el temor han exacerbado nuestra inclinación a los dispositivos donde hallamos refugio y dosis de dopamina, socavando aún más las habilidades sociales tan necesarias para la vida y aumentando la sensación de agobio que pesa sobre nuestros jóvenes.

Nuestro rol como padres de familia se vuelve entonces más crítico: nos obliga a prepararnos (léase estudiar) para darles herramientas concretas que los ayuden a lidiar con el mundo en que viven, replantearnos la estrategia familiar sobre el uso del tiempo, convertirnos en verdadero ejemplo de introspección. Demanda, en resumen, presencia emocional. En las últimas décadas hemos optado por el abandono emocional, priorizando lo material y dejándolos solos en su búsqueda de identidad y respuestas. No es de sorprender que hayan terminado sobre abrumados.

 

 

Escrito por: Pablo Moysam D.
Twitter: @pmoysamSpotify: Medio a Medias.

 

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