En el centro colonial de San Francisco de Quito, se esconde un tesoro de más 400 años. De hecho, es un patrimonio de la humanidad declarado por la UNESCO, que se ha convertido en una inevitable parada turística cuando visitamos la capital. Sin embargo, no todos tienen la oportunidad de conocerlo a profundidad.
Por una invitación a almorzar del sacerdote jesuita Fernando Barredo, durante el feriado de carnaval, tuve la oportunidad perfecta de descubrir esta joya. La particular invitación incluía una amena y elevada conversación con los padres y novicios jesuitas, con un recorrido por los rincones secretos de la Iglesia de la Compañía.
La experiencia vivida es indescriptible. La magnitud de los detalles impresiona y cada rincón recoge santidad, historia y piedad. ¿Puede alguien entrar y salir ileso de maravillarse, o sin detenerse al silencio y la reflexión? Desde mi trabajo como psicóloga, estoy acostumbrada a relacionar todo con las personas y los avatares de la vida. Por eso, partiendo de esta vivencia, quiero presentarles tres reflexiones puntuales que surgieron en mí.
¿Qué quiere decir 150 años en construcción?
Tres o cuatro generaciones de hábiles artesanos dedicados a un trabajo de hormiga quiere decir que quien la imaginó y la soñó no vio ni la mitad de la construcción de esta iglesia. También quiere decir que lo que vemos hoy es fruto de un largo proceso en el que se imprimieron muchos pensamientos, sentimientos e ideas.
De igual forma, podemos intentar entender que toda persona que tenemos al frente es una obra que ha demorado un largo proceso, el resultado final de una gran cantidad de percepciones, experiencias, gozos, esperanzas, sufrimientos y fatigas. Y cuando nos preguntemos: ¿por qué esta persona reacciona así?, ¿cuándo va a cambiar? ¿qué es lo que le pasa? saber que la paciencia surge del conocimiento. Cada persona, tanto en los defectos como en las virtudes, no llegó a ser como es en un segundo, sino que, al igual que esta maravillosa iglesia de Quito, es el fruto de un largo e intrincado proceso lleno de luces y sombras.
Los detalles
El estilo barroco moldeaba todo, llenándolo de detalles. Tuve la experiencia de contemplar el techo labrado de la Iglesia de la Compañía desde uno de los balcones, no había un lugar donde ubicara la mirada que no transmitiera algo. La experiencia humana no se construye con base en grandes generalidades y totalidades, sino en detalles. Haz un experimento y por un momento intenta recordar tu infancia. ¿Qué recuerdas? ¿El cien por cien? No, sino detalles, el sabor de las galletas de la abuela, la colonia de papá, la suavidad de una sábana. Piensa ahora en la persona que amas. Lo que viene a la mente no es una cronología exacta de todo lo vivido juntos, sino una serie de pequeñas cosas que hacen que esa persona se diferencie del resto.
Cada persona, tanto en los defectos como en las virtudes es el fruto de un largo proceso lleno de luces y sombras.
Los detalles son importantes. Es posible que en nuestra vida cotidiana nos topemos a diario con unas 30 o 40 personas, entre conocidos, colaboradores del trabajo y familia. ¿Por qué no buscar acercarnos con la mirada con la que entran los turistas a esta iglesia/museo, dejándonos sorprender y estando atentos a los detalles que hacen única a cada persona?
La presencia de Dios
El rasgo más importante al contemplar la Iglesia de la Compañía desde los techos, la cúpula y los altos balcones, es que es un lugar para el encuentro con Dios. Él se hace presente en este histórico lugar, a diario. Por más museo y patrimonio de la humanidad que sea, éste siempre va a ser su objetivo principal. Bien lo sabía la azucena de Quito, Santa Marianita, quien iba a rezar todos los días a esta Iglesia.
De igual forma, cada uno de nosotros debe adquirir la conciencia que cada persona con la que nos tropezamos en la vida posee la huella de Dios. Y aunque la persona sea patrimonio y museo, lo que realmente importa es esa huella.
Un agradecimiento muy especial al P. Fernando por contarnos tantas historias, anécdotas y por hablarnos tan pacíficamente del amor cristiano.
Por Carolina Huerta
Psicóloga Clínica